Opinión

La vida es un temporal

El mar es testigo traidor. Amigo como veleta. Aliado bipolar, de alta marea densa y suave, y de bajamar de ausencia y añoranza, y feroces cambios de humor. Escribo y camino, camino y a ratos, escribo. Es el paseo coruñés, a la vera de la playa, al otro lado de las luces de Hércules. Acosa el agua las rocas de Millenium. Sube la espuma blanca al cielo, más alta que los sueños de los fotógrafos. Golpea el mar sobre las ruinas de sus propios destrozos de días atrás. Sal y arena en el suelo. Restos del temporal revueltos de nuevo por esa idéntica violencia. A veces las aguas se vuelven así de humanas. Golpean sobre los golpes. Y viajan lágrimas en esta lluvia que desciende horizontal, que sopla el viento de Navia, que aún las tragedias cantábricas duran más que las resacas marineras de este Atlántico.

Ciudad del mar, la mía. La vida aquí es un temporal. Y Galicia, mascarón de proa de un invierno que llega este año tarde y enfadado, con todo el peligro de una mala borrachera. Con todo por decir aún, ahora que los bohemios nos hemos atrevido a volver a escribir en las calles, y dejar nuestro refugio invernal de los bares. Hace un par de noches, en uno de esos cafés castizos del Barrio de las Letras que parece que escriben solos, anotaba unos versos viejos en una servilleta. Ese Madrid literario, nada nuevo, obviando siempre sus propios libros. Y era tal la indiferencia del momento, ante la sorpresiva presencia de la lluvia en las calles, que tuve que desistir de culminar la estrofa. Todo verso es enemigo del júbilo. Y más aún del júbilo que puede despertar la lluvia en el cristal en una ciudad del interior. La rima sombría se escapa libre de las melancolías del poeta, cuando el chubasco imprevisto es recibido con esa indiferencia que la lluvia nos causa a los gallegos. Que no es resignación, tan solo rutina.

Todos los inviernos, el mismo temporal de salitre golpeando en la cara en este mismo camino, recorrido un millón de veces ya desde la niñez hasta el ocaso de todos los días. España sigue a sus cosas y sus ruidos, y recibe el frío después de la lluvia. La nieve después del temporal. Y es todo tan gélido y ruidoso como una canción de Los Planetas, agarrados a las distorsiones del amor de los enamorados, soldados de batallas perennes en estos tiempos malditos en que toda promesa de eternidad se tapiza de la fiebre de usar y tirar.

No quedan enamorados para tantos días de las flores. La primera víctima de la virulencia posmoderna es el amor, que vuelto caduco, se diluye en la soledad de nuestro tiempo, tan social, tan comunicado, y tan digital, pero tan yermo de piel.

Aquí, la coraza del Orzán, al huracán ondean tres banderas. Mucha identidad para un solo corazón. Cada vez soy más de unos ojos bonitos que miran de verdad, que de los trapos de los traidores. Quizá por eso la chica hoy, larga melena negra, empapada, y chubasquero oscuro bien calado, mira ensimismada al mar, con toda su belleza de juventud dando la espalda a las banderas. Allí también, hablando de certezas, el monumento a los policías caídos en servicio en el mar, y el recuerdo de -supongo- todos los amores arrebatados por un golpe de la marea, por una mala racha de viento de montaña, por un alud a los pies del hielo.

Qué mal le sienta el olvido a las playas. Engullen los arenales tan rápido nuestros recuerdos, como precipitan sus desgracias y alegrías, las que les brindan los amores y los ratos de solaz de agosto, y los cuerpos flotantes del invierno o las despedidas en la estación del estío, con el otoño silbando ya en la última curva, quemando traviesas como si el reloj fuera a estallar.

Sabemos que tras estos cielos lánguidos volverá a brillar la luz amarillenta de otra primavera que ahora parece inalcanzable. Y es así, el ciclo clamado de nuestras flores, que requieren su sequía, su luz, su agua, su muerte helada, sus primeros calores para estallar otra vez de sus frutos y rebosarlos de belleza. Inevitable peaje, tan apropiada metáfora florida, en este domingo en el que algunos festejan el día del amor, y otros celebran un año entero lleno de domingos enamorados.

Pero ahora, frente a los ojos del cronista, el festival de luto y paraguas. Y esos charcos como lagos, que avergüenzan a los alcaldes, que canalizan peor ahora el agua de las calles de lo que lo hacían los romanos. Pero hay que cruzarlas, que la alternativa de salir volando es aún peor, que arriba llueve más y más fuerte, mientras que aquí, cuerpo a tierra, uno puede resguardarse de las bravuconadas del Atlántico, siempre dispuesto a enseñar su brazo tatuado de históricas tormentas y tempestades como cicatrices.

No sé cuántos siglos llevamos intentando defendernos de las mareas y sus lunáticas cóleras. Pero todo puerto es una impertinencia para las aguas enfurecidas por estos vientos de febrero. Todo dique, un robo. Y toda playa, hogar de vacaciones para las lenguas alargadas de sus orillas. Que el mar vuelve siempre a cobrarse sus alquileres en primea fila de playa. Y no hay duna, ni cemento, ni drenaje, capaz de vencer la batalla marinera. Asombra, viendo otra vez en televisión las imágenes de la cornisa cantábrica arrasada otra vez, que aún no hayamos entendido que no hay maquillaje urbanístico, ni documento con membrete municipal que no se convierta en papel mojado, allá donde el invierno se retuerce sobre el ojo del huracán, y el mar olvida sus simpatías e intenta aniquilarnos, con tanto romanticismo como puede, pero aniquilarnos al fin.

2016021408312916137Reúne Galicia toda esta flor exótica de invierno. Luminosa como la voz de Luz Casal y nocturna, al fin, como aquellos versos de Rosalía:

Hermosas son las estaciones todas

Para el mortal que en sí guarda la dicha;

Mas para el alma desolada y huérfana

No hay estación risueña ni propicia.

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