Opinión

BENEDICTO XVI, FELIZ POR LA BEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II

Estamos felices! Pocas veces un papa manifiesta con tanta sencillez sus sentimientos. El 16 de enero (domingo) lo hizo Benedicto XVI al recordar a miles de peregrinos que el primero de mayo beatificaría a Juan Pablo II. Este sentimiento espontáneo de alegría sólo se explica por la amistad cordial que los unía como a continuación señalaremos.


'No es preciso que escriba la carta, pues yo quiero seguir teniéndolo conmigo hasta el final'. Fueron las palabras que dirigió Juan Pablo II a Joseph Ratzinger cuando se aproximaba la fecha de sus 75 cumpleaños y debía por tanto presentar la preceptiva carta de renuncia. Lo cuenta el propio interesado en el libro 'Luz del mundo'. Y así fue hasta aquel apretón de manos final, cuando el papa Wojtyla ya no podía articular palabra. Una amistad para la historia que hace falta recordar ahora que hemos conocido que el próximo 1 de mayo Juan Pablo II será proclamado 'beato'.


Fue una amistad que nace del mutuo reconocimiento en la fe. Había muchos aspectos temperamentales e históricos que los pudieron separar. Uno era polaco y hombre de acción, el otro alemán e intelectual metódico; el primero, extrovertido y dotado para la dramática de los grandes gestos; el segundo, más bien contenido y de ademanes suaves. Wojtyla buscó sin embargo a Ratzinger desde el primer momento de supontificado. Lo conocía del Concilio y después lo había encontrado en Munich durante los diálogos (no siempre fáciles) entre el episcopado alemán y el polaco para sellar la reconciliación. Y lo tuvo muy claro, quiso tenerlo consigo hasta el final.


Las confidencias de los papas no son frecuentes, pero Juan Pablo II dejó escrito que el cardenal Ratzinger había sido más que un colaborador seguro, un amigo de confianza. Había algo que los unía más allá de cualquier diferencia: su doble anclaje en la tradición de la Iglesia y ene l mundo que les ha tocado vivir, un mundo lleno de tensiones en que amplias franjas se alejaban a ojos vista del gran patrimonio de la fe.


Pero ni uno ni el otro daban un paso atrás arredrados por la aspereza de los tiempos, ni se entregaban al lamento fácil por los males de la época y las tormentas de la Iglesia en plena digestión de los contenidos del Vaticano II. Ambos eran hombres libres que habían forjado la inteligencia y el coraje de su fe en el desafío de los grandes monstruos del totalitarismo. Y ambos amaban la belleza como expresión de la verdad de Dios, de su ternura por el hombre: Wojtyla, el teatro y la poesía; Ratzinger, la música. Los dos, en fin, compartierono la causa de revitalizar el cuerpo cansado de la Iglesia y relanzar el gran diálogo misionero con el mundo moderno, esa fue la gran causa del Concilio y ambos sufrían con las incomprensiones y tergiversaciones de uno y otro lado.


Algunos pensaban que Benedicto XVI ralentizaría la marcha de la causa de beatificación de Juan Pablo II para evitar comentarios incómodos de cierta prensa, o que tal vez dejaría clara una distancia personal respecto a ciertos estilos de su predecesor. Hace falta estar muy ciegos para pensar así. El grito de 'santo súbito' ha encontrado respuesta seis años después, tiempo suficiente para escrutar con lupa cada recodo del camino de Karol Wojtyla y para verificar las maravillas que el Señor hizo a través de su vida y convenía proceder así para que la decisión no naciese sólo del amor apasionado del pueblo sino de la seguridad exigente de la Iglesia.

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