Opinión

Ese aroma a pez muerto

Esa ocurrencia de enviar pescado podrido a los empresarios es un acto de sutileza, valentía, y brillantez que está fuera de toda discusión. La diplomacia y la buena educación de ciertos sindicalistas solo es comparable a su ingenio. En realidad, a nadie se le había ocurrido nada tan original. Papeles ardiendo arrojados al interior de edificios públicos, cabezas de pescado sembrando la Confederación de Empresarios de Ourense, y actos institucionales de impacto internacional aderezados por profesionales del sabotaje sindical. Es todo tan ingenioso, fecundo, y genial, que casi nos olvidamos de que solo sirve para ensombrecer la posible legitimidad de sus proclamas. Las cabezas de pescado muerto no son, todavía, un argumento lo bastante sólido como para cambiar el planeta.

No están en cuestión los derechos de los trabajadores, legítima y civilizada tensión entre colectivos que, en un error ya secular, los sindicatos tratan de situar en planos mucho más alejados de lo que están en realidad; que al fin y al cabo, la mayor parte de los empleadores -lo que tienen y lo que se juegan- están en las manos de sus empleados, del mismo modo que estos dependen de quienes les brindan un puesto de trabajo. Sin embargo, la exacerbada violencia sindical, que se acentúa cada vez que se acercan las elecciones, no aporta nada bueno a las reclamaciones de los trabajadores. Más aún, como hemos visto recientemente en Ourense, el mal gusto y el desprecio a lo que pertenece a todos con el que los sindicatos están embarrando los principales conflictos, termina por ensuciar también la imagen de los trabajadores, de las empresas, y de las instituciones. Una situación tan absurda que llega a confundir los términos.

Entregándose al matonismo más burdo y despreciando al tiempo el bien común y el interés general,  algunas actitudes sindicales contribuyen una vez más a ahondar en la crisis económica, muy lejos de encontrar aportaciones responsables y fructíferas para resolver las necesidades de los trabajadores y de sus familias. A la vista de acontecimientos recientes, nada queda de aquel viejo sindicalismo español cuyo discurso ideológico se hizo respetar en la opinión pública sin necesidad de arrojar basura, cortar carreteras, o incendiar cosas; habría que preguntarse algún día por esa pasión por el fuego de algunos liberados sindicales, como si sintieran la necesidad de demostrar al mundo constantemente la razón de ser de su controvertida figura.

Este modo de ejercer el sindicalismo exuda además un aroma a odio de clase vintage, tan cómico como freak. Un odio que, en toda la Europa del 2016, solo encuentra respaldo y representación en partidos residuales de la extrema izquierda y de la extrema derecha, ahora que ya sabemos que el único marxismo que logra hacer más felices a los trabajadores es el de Groucho.

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