Opinión

Cada uno vive como puede...

Hermano lector, probablemente habrás leído la tragedia de Tarzanín. Ya sabes, había nacido en el vertedero, tenía los ojos perdidos e inhóspitos. Te juro, algunos días los niños huían aterrados al verlo. Yo, en mis tiempos, cerca siempre del lado oscuro, lo conocí. Tenía una tormenta donde debía estar el corazón.

Te recuerdo, lector, lo sucedido. Tarzanín, metido en las drogas y tetrapléjico, estaba en una residencia. Su madre, gitana de pura cepa, estaba a su lado como podía. Era mucha la ruina. Conque hizo un cóctel de pastillas, su hijo lo ingirió y falleció al día siguiente. Pocas horas después, la mujer, por el mismo procedimiento, se quitó la vida.

No paró ahí la cosa, el hermano de Tarzanín, viejo toxicómano, tomó una decisión. “Allá me voy, atraco una farmacia y para Pereiro, donde pasaré el invierno calentito. No tendré pecunio, pero mis colegas me invitarán a café y a cigarros y enseguida sabré lo que se cuece por allí”. Así fue, cuentan que cuando llegaron los maderos él extendió los brazos encantado para que lo esposaran.

Su padre, Tarzán, era un camello que se movía ya en los años gloriosos en la calle Villar. Presenció cómo una generación entera de jóvenes ourensanos fallecieron víctimas de la fantasmal heroína. Sí, lector, sí, una generación entera.

Cierto, cuando la fiesta decaía en la calle Villar, el polvo blanco también arrampló con los chulos que se movían altivos por la ciudad en motos de alta gama. Debilitados por el enganche, sus “protegidas” los abandonaron y, mira tú, se entregaron y se engancharon también al polvo blanco.

Cómo es la sociología del mundo marginal. Ahí creció Tarzanín. Su padre iba y venía de Pereiro de Aguiar. Todo el mundo en el barrio conoce la historia. Nuestro hombre estuvo dos largos años encerrado. Su mujer no lo abandonó pero hizo su vida con otro. Aún hoy, se comenta: al salir del trullo, navaja albaceteña en mano, desterró de Ourense al fulano.

Eran tiempos ingenuos, no sabían los patriarcas lo que se traían entre manos. En los poblados, en las chabolas, el dinero entraba a espuertas. Muchedumbres casi bíblicas comprando y vendiendo. Presumían, ya no tenemos cadenas en los pies, ahora cuelga oro macizo en nuestro pecho. Qué bien lo cantaron Los Chichos: “Nadie quiere saber nada./ Aquí sólo se compra y se vende;/ cada uno vive como puede./ Nadie pregunta a dónde vas o de dónde vienes./ Aquí mueren los chivatos./ A los chivatos nadie los quiere”. La letra la escribió Juan Antonio Jiménez, Jeros, el del medio de Los Chichos.

Sigo con la canción que a mí me emociona: “Tú tienes la llave/ del corazón mío,/ campo de la Bota,/ en donde yo he vivido”. A ver lector, el campo de la Bota era un inmenso poblado marginal de Barcelona. A ver si eres capaz de entender la letra: “Tienen guinda los maderos/ y no camelan entrar ni de día”. Ay, Juan Antonio Jiménez, que intuyó su final: “La luz que a mí me ilumina/ ya se está apagando”. Aquel 22 de octubre de 1995 cuando se tiró por la ventana, todo el mundo, gitanos y payos, estallaron en lágrimas.

(El viejo Tarzán debió de ser el último camello de la calle Villar. Hoy sólo vaga por allí alguna sombra. Ayer me encontré con Jose el Fugas, que merodea por allí: “Que lo sepas y lo escribas, cuatro veces, cuatro, me escabullí de la parte trasera de un coche policial. No era tan mal tipo el Tarzán. Cuando me veía hecho polvo, me daba una papela y me decía: ‘Trabaja conmigo’, pero colega, yo no quería saber nada del negocio.

Le pregunto: “Mira el Tarzanín, ¿cómo es posible que algunos colegas quieran entrar en prisión?”. Responde muy bajo: “Mira, alguna vez se me pasó por la cabeza, tres días en el hogar del transeúnte y te dejan en la calle, al frío”.

Estoy a punto de hacerme el intelectual y rescatar las palabras del Quijote: “Por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. Pero le doy un par de euros. Y me callo.)

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