Opinión

Catarsis en Gernika

El pasado es para dejarlo atrás pero hay que conocerlo. 

Ayer busqué en el desván, entre mis viejos libros, aquel póster que tantos años presidió los cubiles en los que me alojé. Aquel póster que toda mi generación colocó en lugar preferente. Ay, cuando lo tuve en mis manos estaba arrugado y viejo. Como nuestros sueños de entonces.

Inevitablemente, hermano, te hablo del Gernika. Quizás presidió también tus cobijos. Quizás, al lado de la luminosa imagen de John Lennon. Ah, quizás al lado del rostro rebelde del Che. 

Recordemos la tarde soleada de abril de 1937, la plaza llena de paisanos, día de feria en Gernika. El siniestro comandante de la Legión Cóndor, Wolfram von Richthofen, miró el reloj y apuró impasible el último cigarrillo en su boquilla de plata. A las cuatro y media en punto apareció la primera escuadrilla, liderada por los temibles Hunkers, los mismos que aterrorizaron sin pausa aquel Madrid del “No pasarán”. 

El temerario corresponsal del Times, George Steel, estuvo allí y corrió bajo el fuego sorteando los cadáveres para salvarse. “Primero granadas de mano y bombas pesadas para que la población saliera en estampida. Luego, acribillarla con ametralladoras para que se escondiera bajo tierra, y por último bombas incendiarias para destruir sus casas y quemarlas encima de sus víctimas”.

Picasso tuvo noticia en Paris. En el noticiario de un cine contempló atónito las imágenes del bombardeo. Esos días, el pintor buscaba inspiración para un cuadro que le había encargado el Gobierno de la República Española. De inmediato se encerró en su taller. La catástrofe le hizo entrar en un estado catárquico. Dos meses después, el 4 de julio, dio la última pincelada.

Ay, yo lo vi por primera vez en el Casón del Buen Retiro, allá en 1981, cuando llegó, por fin, tal si fuese el último exiliado. Me perturbó. “Cruza errante la sombra de Caín”. Vi caer del cielo las 31 toneladas de bombas, presentí el rostro del doctor Josef Mengele, vi las cámaras de tortura de la Inquisición de Toledo y Cuzco. No lo olvides, hermano, era un día de mercado en Gernika, la tarde era soleada…

Ya conté que el poeta Carlos Oroza me llevaba con él a los inquietantes recitales a que le invitaban universidades y centros culturales. En el 77 fuimos a Estella y Gernika. En Estella apenas tuvimos éxito. De lo que cuento es testigo el pintor Antón Lamazares, que creó una escenografía muy al estilo “Hair” con fuerte aroma de incienso. Sobre la marcha, adaptamos para ese día su poema “Se prohíbe el paso”. Cuando recitamos: “Ay, Gernika, los cielos bajan a los tejados para ametrallarte./ El reflejo de una bomba rompe las alas de un pájaro./ Un niño me pregunta qué ocurre en tierra vasca,/ en Gernika”. A veces sucede: la lírica tiene virtudes sanadoras. Los asistentes se levantaron de sus butacas, la ovación fue mayúscula. No pudimos continuar el recital.

(Ya en el hotel, Carlos, aún conmovido, me dijo: “Ahora vamos a rezar ante las lápidas grises de los que murieron aquel día”.)

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