Opinión

La chaqueta azul con escudo

Miércoles, 24 de marzo

Ayer en la tertulia discutimos mucho sobre los internados que hubo en la ciudad. Al menos cuatro tertulianos padecimos en décadas pasadas años largos en estos claustrofóbicos internados. Allá en los sesenta y los setenta, miles de emigrantes partieron hacia Centroeuropa y la mayoría dejaba a sus hijos en internados de la ciudad. Ay, eran tiempos en que los colegios de maestros de alas negras estaban a rebosar. Ahí estaba el altivo colegio de Maristas. El más humilde Salesianos. Y también los colegios ajenos al clero, como el Cisneros, el Calvo Sotelo y algunos otros. Dejamos para otro día hablar sobre el lado oscuro de estos internados en que la pederastia y la pedofilia abundaban. Hablo por supuesto de los grandes colegios clericales. Quedó pendiente el tema, pero yo no olvidé recitar mi verso que dice “la mirada terrible del hermano marista: ‘¿Qué has hecho diez minutos encerrado en el servicio?”.

Pero te cuento, la discusión se centró en dos colegios que vagamente eran algo así como las dos Españas. Ah, qué actual, por eso lo recuerdo una vez más, tanto más ahora en este desolado país de líderes ambiciosos y sin alma, el verso de Antonio Machado: “Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios”. Pero resulta que el contertulio profesor había estado interno como yo en el colegio Calvo Sotelo y, para mi sorpresa, insistía en que había pasado buenos años allí e incluso hizo algunas alabanzas que a mí me turbaron.

Sé que muchos alumnos que estuvieron allí no coincidirán conmigo; respeto su opinión pero en la tertulia conté airado mi triste experiencia. Fue un año desgraciado para mí. Principios de los sesenta. Yo llegué allí para estudiar aquel cuarto de bachiller y su reválida. Ay, una reválida tan dura de pasar como las concertinas que separan a Melilla. Catorce años, yo venía un poco asilvestrado de aquel Verín lleno de brujuleo, de personajes originales y de contrabandistas que se jugaban hasta el amanecer grandes sumas. Cómo te diría, traía el alma "raiota" y un tanto clandestina. Mira tú, la semana pasada hablé de Johnny Burning que canta: “Soy un perro pero sin collar ni dueño”. Nada más llegar, dándome órdenes ya, me vistieron una chaqueta azul con un escudo pretencioso y grande de la España victoriosa. Si eres de mi generación ya sabes aquello de la OJE. Además había crecido escuchando crueles historias de falangistas que llevaban "de paseo" a los que no pensaban como ellos. También me dieron un jersey azul, claro. Pululaban por allí unos fulanos llamados "mandos" que, cierto, se sabían de memoria el discurso de José Antonio Primo de Rivera allá en los años 30 en el Teatro de la Comedia de Madrid, cuando se inició la Falange. Algún párrafo aún lo tengo en mi memoria. De entrada, no me gustaron nada aquellos tipos tan tiesos y que te miraban de arriba abajo “los zapatos más limpios”.

De aquellas, yo era un atleta juvenil y pregunté: “¿Dónde está el campo de deportes?”. “Ahí fuera”. Lo que vi todavía hoy se conserva, era un raquítico patio en el que no podrías ni jugar al baloncesto. Eso sí, una capilla grande y un cura castrense. Imagínate: “No hables en gallego, es humillante”, decía un tal Pájaro, jefe de estudios o así, de mal recuerdo. Daba pocas, pero sus hostias eran muy certeras.

Pero como "raioto", lo que más me sorprendía era la extrema mansedumbre que reinaba. Todos los alumnos eran de una docilidad perruna. Con el tiempo descubrí que la inmensa mayoría eran becados, y coaccionados hasta el límite, si no doblaban la cerviz o no había notas brillantes, los devolvían a la aldea a trabajar en la huerta. Yo tuve la suerte de ser de pago y siempre, a lo largo de mi bachiller y de mi carrera, me conformé con un humilde 6. Pero analicemos un poco más este colegio. Busqué información y supe que ya en esos años mandaban cartas a los alcaldes de las villas: “Si hay algún chico que sobresale, mándennoslo y lo becamos”. No ocultaban su estrategia: en este tipo de colegios falangistas la estrategia era crear líderes. La Falange, entonces poderosa, empezaba a decaer y necesitaban formar jóvenes con los viejos valores del "Cara al sol" o "Montañas nevadas": “Llevad bien alto el pabellón rojo y negro de la Falange y de las JONS”.

Pero había otra tortura añadida. Teníamos que ir caminando a clase al instituto, hoy Otero Pedrayo. Qué desasosiego cuando te decían “Fulano de Tal, al encerado”. Qué jodida estirpe, con pocas excepciones, eran aquellos catedráticos tan altivos, distantes y solemnes. Entonces la consigna no era la reflexión, sino memorizar. Muchos de nosotros aún sabemos la lista completa de los reyes godos. Ay, aquel catedrático que está en el inconsciente colectivo de muchas generaciones, qué arrogante y despectivo. Esta anécdota cuenta quizás de sus reflexiones en los últimos años. Yo ya comenzaba a escribir en este periódico y un día decidí entrevistar a aquel catedrático jubilado que tanto nos turbó, Ogando. Entré en su casa, me hizo entrar en su despacho y, de pronto, cuando estábamos frente a frente, como si lo hubiera intuido, sin más va y me dice: “Usted estudió conmigo, ¿verdad?”. “Sí señor”, le dije. Entonces guardó silencio y me dice casi en un susurro, casi avergonzado: “Entonces usted no tendrá buen recuerdo de mí”. Ahí la entrevista terminó. Salí meditando: qué tarea más difícil es desaprender.

2021-03-28_angulo_inverso_ilust_resultadoIlustración: Alba Fernández

(Volvamos a los internados. No aprobé cuarto, claro. Logré convencer a mis padres y al año siguiente allá me fui al Cisneros. Bendito sea el día que entré por las puertas de ese colegio. Nada más entrar, sentí como un vago perfume de la Xeración Nós. Cierto, los propietarios eran de una tendencia casi republicana. El colegio estaba lleno de alumnos rebotados, como yo, de otros centros, muchos expulsados, y era tarea difícil desarmarnos. Primer día de clase, 4ºB, entramos atropellados a Filosofía. Pero amigo, el maestro era López Cid, cercano a la Xeración Nós y gran escritor. No tomó lista, nos miró con cercanía y dijo: “Trataré de enseñaros a pensar; el que no quiera venir lo apruebo igual”. Y, cómo es la vida, su clase siempre llena y todos embelesados y en silencio. Al día siguiente, clase de Historia, entra un hombre de rosto enjuto vestido con negro de luto. Tampoco toma lista. Comienza a hablar del carro gallego: “Es como la vida, si se rompe el eje ya no sirve”. Ay, hermano lector, lectora, allí estaba Xaquín Lorenzo, miembro de la Xeración Nós. El resto de profesores, contagiados, todos en la misma línea machadiana: “Enseñar encantando”. Por lo demás, los internos controlados, sí, pero muy a nuestro aire. Y qué carajo, nadie te obligaba a ir a la misa los domingos. Cierto, aprobé mi cuarto curso y la cruel reválida en el instituto. Mira que éramos una tropa belicosa, pero jamás vi una pelea en los patios. Como si nos enseñaran a vivir líricamente. Tenía "baraka" el colegio.)

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