Opinión

Confesión en el talego

Miércoles, 16 de diciembre

(Hoy voy a revelarte, hermano lector y lectora, algo que le prometí que no contaría nunca a aquel buen director de la prisión de Pereiro, el inolvidable José Ignacio Bermúdez. Era el director en aquel ya lejano 1989.)

García Márquez, después de escribir “Cien años de soledad”, creó una escuela de periodismo en Bogotá. Real, solía decir a sus alumnos que para escribir bien y saber del lado duro del mundo no estaba de más un par de meses en la trena. Ay, en la escuela de periodismo en que estudiamos Maribel y yo no nos enseñaban estas cosas, nos amaestraban a ser sumisos con el general ferrolano que todavía mandaba. Así que hoy, voy a contarte una historia. En el 89, por mi mentalidad “raiota” y siguiendo los consejos del maestro colombiano, di con mis huesos en Pereiro. Créeme, para mí fue una experiencia muy valiosa. Ya sabes, cosas que pasan, después salí absuelto.

Tuve mucha suerte porque el director del centro fuese un hombre abierto, culto y nada represivo. Alguna vez conté que allí hicimos un montón de cosas. Creamos un programa de radio que emitíamos por la Cope los domingos a las tres; me hice cargo, había música, entrevistas a los presos y contábamos movidas con el argot carcelario. Por allí iban con frecuencia Quessada y Alexandro, que en ocasiones intervenían en el programa, y mira tú, yo escribía desde allí artículos para este periódico. Con ayuda de Ignacio logramos que muchos reclusos llevasen un libro a la celda. En aquellos días también entró en la trena un puñado de concejales del Bloque, con Anxo Quintana al frente, porque habían sacado al alcalde del PP casi a rastras hasta la puerta. Qué buena gente, participaron en el programa e invitaban a café y a cigarros a la peña que no tenía un duro. 2020-12-20 ANGULO INVERSO Ilust_resultado

Mi querido director José Ignacio, han pasado muchos y hoy clausuro mi promesa, seguro de que tú sonreirás. En esa época había cinco presos etarras en la prisión de Pereiro. Aislados, caminaban por el patio en horas distintas a los otros reclusos. Me costó convencerle para que me dejase compartir el patio con los vascos. Me dio permiso, cuando entré me debieron tomar por un “chota”, es decir un chivato. Allí en el patio estaba Iñaki, un grandullón que me saludó precavido. Tenía entre las manos el Egin, yo le conté que era periodista y le enseñé algunos artículos míos un poco contestatarios que él leyó con mucha atención. Ellos recibían su periódico con textos censurados. Me guiñó: “Nos censuran, pero en algunos párrafos hay mensajes cifrados para nosotros, los presos”. Le invité a que participase en nuestro programa “Oye cómo va”. Recuerdo que me dijo: “No puede ser, pero te voy a pasar unas cintas con canciones vascas”. Poco a poco fui ganando su confianza. Alguna vez le insinuaba algo sobre ETA y él me decía muy escueto: “Sólo soy un soldado vasco, un ‘gudari”. Se rio mucho cuando le contaba cosas de mi novia de Pamplona muy cercana al Opus Dei y que siempre mantuvo treinta higiénicos centímetros de distancia conmigo: “Una tarde, en unos sanfermines, muy cerca de la plaza de toros, la tomé en mis brazos decidido a besarla. No te miento, ella sacó del bolso un crucifijo de plata y lo puso en sus labios”. Él concluyó: “Ya sabes lo que se dice de Navarra, en cada familia un cura o una monja”. Algunas tardes le pedía: “Iñaki, cuéntame alguna movida tuya para inspirarme en una novela que estoy escribiendo”. Él guardaba silencio. Mira tú, una tarde lluviosa hablamos de poetas y yo le recité mi poema favorito, “Itaca”, de Kavafis. Él se quedó pensativo y me dijo: “Este mismo poema me lo recitaba mi hermano cuando era adolescente”. A veces sucede, eso nos acercó más. “Está bien, te voy a contar algo para que te inspires en ese libro, pero no me preguntes datos ni nada. Con 17 años empecé a trabajar como mecánico en un taller a donde iban los coches camuflados de la Guardia Civil y sus furgones, a arreglar sus averías. El dueño era un fulano que había estado en la División Azul y que tenía retratos de Franco en la cartera. Yo, claro, hacía mi papel de admirador del régimen. Durante un par de años hice trabajos pasando información de las matrículas de los que entraban en el taller. El jefe nunca sospechó de mí. Aquella tarde fue como si me tocase la lotería. Entró en el taller un Renault matrícula de Madrid que tenía problemas con los frenos. Ese día sólo estábamos dos o tres mecánicos y el jefe me ordenó: ‘Iñaki, revisa ese coche pronto. El propietario vendrá enseguida’. En una esquina yo comencé a hacer mi trabajo. Cuando venían coches de este tipo, yo muy discreto abría el capó para controlar. Premio, cuando abrí aquel capó me quedé boquiabierto. Allí estaban al menos veinte matrículas que venían de Madrid con las letras BI. Enseguida me di cuenta que eran para los coches camuflados de los maderos y la Guardia Civil”.

Yo escuchaba un poco asombrado. Pero ahí Iñaki guardó silencio: “Ya no te cuento más, pero imagínate el desconcierto cuando se dieron cuenta por los atentados de que alguien había dado el soplo de las matrículas”.  

(Recuerdo ahora a Iñaki, corpulento, sus ojos fanáticos, su cadena con el hacha y la serpiente colgándole al cuello, llevaba años de prisión en prisión. Pero se mantenía fuerte, atlético, sin venirse abajo jamás. Eran otros tiempos, de aquellas Pereiro estaba lleno de “pringaos” ourensanos, camellos de poca monta y algunos fulanos que habían cometido delitos por cuestiones de lindes de sus fincas. No faltaban, claro, las mulas, la mayoría tipos desesperados que por dinero traían el cuerpo lleno de bolsas de cocaína. Cuando salí libre y me despedí de él, me dijo: “Recuerda las matrículas”. Y me guiñó: “Los míos también tienen las matrículas y algo más de los funcionarios que nos guardan”.)

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