Opinión

“Dejad que el trigo crezca en la frontera"

Quiero que este primer artículo de septiembre sea para alguien que fue mi amigo. Un hombre silencioso, singular y ético. Cómo es la vida, Daniel estaba en las antípodas de mi forma de ver el mundo. Es inevitable, tengo que rescatar la cita de Camus, “la amistad está por encima de las ideologías”.

Recuerdo ahora a aquel hombre. Ahí viene por la calle de la Cruz hacia su casa que siempre olía a pan porque allí se coció el mejor de la comarca. El hombre camina con paso lento, mirada taladradora, gesto adusto y pensativo. Ay, trae cierta aura melancólica y, también, eternidad en la mirada.

Te hablo de Daniel Fernández Nóvoa, el comisario que levantó por última vez la valla que marcaba la frontera con Portugal.

El comisario siempre fue un hombre solitario. Él hablaba poco, tal vez sabía que si no mejoras el silencio, mejor callarse. Con el tiempo supe que era un hombre muy culto. Había estudiado muchos años en el seminario. Salió un poco antes de ordenarse sacerdote. Dominaba el latín, el griego, conocía a Sócrates y si lo dejabas era capaz de recitarte un párrafo de la ‘Eneida’. A la salida, las alternativas eran pocas y él se decidió por opositar al cuerpo superior de policía.

Te cuento, hermano lector, cómo intimé con él. Ya ejercía su profesión en la frontera de Verín. Jóvenes verinenses solíamos ir a Chaves para ligar con las románticas muchachas portuguesas de entonces. De aquellas, tener pasaporte era muy complicado. Recuerdo bien la escena, mis tres amigos y yo llegamos justo a la valla. Ahí sale él, Daniel, se acerca a la ventanilla y con gesto levemente severo nos dice “A ver, pasaportes”. Silencio. Por fin, el conductor balbucea “Mire, inspector, déjenos pasar, vamos a la fiesta de Chaves al baile”. Él insiste “Pasaportes”. De nuevo silencio. Ahí entro yo, que entonces era más atrevido y lírico, y le espeto con cierto humor “Venga, inspector, ya conoce usted el verso ‘dejad que el trigo crezca en la frontera”. Lo cierto es que el hombre echó una carcajada casi cómplice. Entró en la oficina y vimos cómo escribía un pulcro salvoconducto mientras sus colegas tampoco paraban de reírse. Mira tú, el verso se hizo popular entre los maderos.

A partir de entonces, cuando nos encontrábamos en nuestra calle de la Cruz a veces manteníamos un diálogo. Un día que le cobijé con mi paraguas me contó su día más triste. Él había nacido en una aldea de Baños de Molgas. “Era el trece de julio de 1936. Yo tenía diez años. Mi familia era simpatizante del partido de Calvo Sotelo a quien acababan de asesinar en una calle en Madrid. En aquellos años cientos de obreros trabajaban en la vía Ourense-Zamora, eran muy reivindicativos y libertarios, casi todos afiliados a la CNT.   Amenazaban y atacaban a todo lo que fuese la derecha. Mi familia recibió el soplo de que esa noche que habían asesinado al político irían a ‘visitarlos’. Mis ojos de niño presenciaron la escena. Se decidió que mi madre y sus cinco hijos partiéramos en un carro con nuestras mejores pertenencias. Así fue, recuerdo cómo enterramos nuestros objetos de plata en una finca. Mi padre era valiente y decidió con dos primos apostarse en las ventanas con las escopetas de caza y bastante munición. Allí iba yo con mis cuatro hermanos subidos al alto del carro, mientras mi madre apuraba a los bueyes”. Ahí se detuvo Daniel. “Hubo suerte, por alguna razón no aparecieron los hombres de la vía”.

Yo le preguntaba siempre por sus años de policía en Barcelona. Daniel no perdió el tiempo, se esforzó durante noches estudiando hasta al alba y allí se licenció en derecho. Allí, en aquella Barcelona que describió Marsé, llena de charnegos, tipos pintorescos, buscavidas y barrios malditos como la Bota, fulanos y barrios que dibujó Nazario, el Paralelo o el lado oscuro que tanto amó Gil de Biedma. Llegaba la sexta flota americana y miles de marines acababan con el alcohol de toda la ciudad. “Era el dos de abril de 1954, me dieron órdenes para dirigir la seguridad en el puerto. Llegaba el ‘Semiramis’ con doscientos veintinueve voluntarios de la División Azul que al terminar la guerra sufrieron cautiverio en la helada Siberia. Fue impresionante, los paisanos buscaban a los suyos, lágrimas por doquier. Madres que enseñaban la fotografía de sus hijos a los retornados. Era, cómo te diría, algo babélico y fue la misión más emotiva y complicada que me encomendaron”.

(Pues hermano lector, aquel verso que dije aquel lejano día “dejad que el trigo crezca en la frontera” aún perdura en la ‘raia’. Hasta se convirtió en un grito de libertad. Todavía hoy, cuando me encuentro con sus dos hijos Daniel y Alfonso, me saludan con este verso. Otras, me abruman con párrafos del latín y griego que les enseñó su padre.

Ciertas veces el inspector Daniel me decía “Jaimito, vas por mal camino”. Tenía razón).

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