Opinión

Dejar huella

JUEVES, 27 DE OCTUBRE

Estos días celebramos el final de una larga etapa de este periódico. Se jubila una generación que vivió tiempos de esplendor. Quizás felices porque ciertamente éramos más inocentes. Se van yendo los últimos periodistas, publicistas, maquinistas que ponían en marcha aquella endiablada rotativa que a veces se paraba misteriosamente, correctores, fotógrafos, corresponsales…

Aquellos “grabadores” que recogían por teléfono las crónicas de los corresponsales y de los que entonces llamábamos enviados especiales. Tipos curtidos que no dudaban en mejorar algún párrafo, incluso añadir alguna línea si el texto no cuadraba. Ay, me recuerdo casi adolescente, entonces se decía la olvidada palabra “vocación”. Yo la tenía. Aquel día enfermó el periodista que tenía que ir con el equipo. El director dijo “Vas a ir tú, chaval, antes de las once quiero la crónica telefónica. Allá me fui en el coche del equipo y mil pesetas en el bolsillo. De aquellas, había pocos teléfonos en los bares. Menos mal, a las once menos diez tenía al teléfono a mi grabador. He decidido no dar nombres en este artículo, pero aquel hombre recogió con sabiduría mi crónica y cierto es que más de la mitad del artículo la escribió él. Al día siguiente, caminaba yo altivo por el Paseo. Al comienzo de la página decía “De nuestro enviado especial…” y mi nombre.

Tiempos en que reinaba un aura de romanticismo en la redacción. En los cajones de algunos redactores se escondían discretas botellas de licor café. Todavía no habían llegado los primeros ordenadores. La redacción con frecuencia era una fiesta. Otero Pedrayo, Vicente Risco, Xocas, López Cid, solían llegar a media tarde. Las tertulias estaban llenas de vida. Es de reconocer que este periódico dio cobijo a artistas, poetas y escritores. Cuando llegó a Ourense Blanco Amor, nadie le conocía y enseguida este diario lo reclutó. Cierto es que los de talleres temían su llegada. Entregaba los artículos con letra pequeña y elegante. Pero en su afán perfeccionista, los corregía constantemente de tal modo que algunas tardes volvía locos a los linotipistas.

Era un periodismo de raza. Ayer sólo es un recuerdo y mañana nunca es lo que se supone que debe ser. Entonces, no se concebía hacer una entrevista por teléfono sin ver lo que ocultaban los ojos del entrevistado. El humo de los cigarrillos cubría la redacción, era casi un delito escribir un artículo sin un cigarrillo en los labios. Es muy real la lacerante angustia del periodista ante la página en blanco. El temor de que ya al cierre una grave noticia hiciera cambiar muchas páginas. Ay, aquel redactor que temíamos por su mal fario, poseía la inagotable habilidad de atraer la mala suerte. Cierto es que entonces había duendes en todas las redacciones, desaparecían extrañamente textos, artículos y creaban diabólicos reveses en la redacción.

Ya no, pero en esos tiempos había duelos periodísticos. Un articulista contra otro y viceversa, hasta el límite, como cuando en un desafío Quevedo dedicó aquel soneto inmortal a Góngora “Yo te untaré mis obras con tocino / porque no me las muerdas, Gongorilla, / perro de los ingenios de Castilla, / docto en pullas, cual mozo de camino”.

No hace tanto una joven periodista me preguntó qué ha de tener una persona para dedicarse a este oficio. Le repetí lo mismo que me dijo un veterano director cuando yo empezaba “Sobre todo, has de tener un corazón fuerte acostumbrado a las adversidades”.

Llegaron otros tiempos, hay una losa virtual en cada mesa de la redacción. Cada redactor, solo e inasequible, clava los ojos en la pantalla del ordenador. Los últimos restos de romanticismo de esta profesión se desvanecen. Ya no hay enviados especiales a los partidos, el redactor los ve en pantalla gigante en su casa. Los sociólogos dan recado de que somos la última generación que leerá su periódico de papel en el bar ante un café caliente. Ay, también dicen que los mayores son un problema para la economía mundial.

Todavía algunos profesionales recuerdan cómo al atardecer un redactor salía con paso apresurado y una carpeta apretada al pecho hacia el gobierno civil. Temeroso, entraba en el despacho de aquel hombre de mirada torva. El fulano decía, más bien ordenaba “A ver qué me trae hoy. No quiero ver una línea sobre nuestro glorioso Movimiento”. Después, con su lápiz rojo bien afilado tachaba algo aquí y allá y se detenía especialmente, como una obsesión, sobre un anuncio de medias. Ahí no había compasión.

(He de decirlo, sé que todos los que acabaron esta etapa han cumplido. No dejan cicatrices, dejan huella).

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