Opinión

El clan de los Silenciosos

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Ay, Julio López Cid ‘cascarrabias, enfermo saludable’. La voz caliente de la amistad. ‘El clan de los Silenciosos’, lo llamó él. Vaya camada, toda la inteligencia ourensana: Risco, Virgilio, Valente, Covarrubias, Bouzas, alguno más y él.

Me recuerdo casi adolescente, paseábamos con Eduardo Blanco Amor, Maribel y yo una tarde de diciembre. Ella tenía un feeling especial con el escritor y yo lo escuchaba con devoción. Era una fría tarde de diciembre, se detuvo casi en el centro de la plaza Mayor. Dijo, flamígero, “esta ciudad ama a sus poetas, pero sucede algo extraño, como un maleficio de amor-odio”. Recordaba yo estas palabras en el homenaje a Julio López Cid. Es cierto, todos, los grandes nacidos en Auria, la amaron más en la distancia. Inevitable citar el doloroso verso de Valente: “Alonxarme somentes foi o xeito de ficar para sempre”.

‘Sombra tendida’, hermoso libro. Cuenta Bouzas: "Ya enfermo Julio ama su ciudad pero no quiere volver. Regresará solo cuando haya muerto”. Lo mismo que Valente, que Eduardo, todos. Como si al conocer el secreto de Auria vagaran erráticos por otros lugares.

Siempre quise saber la verdad de lo que le sucedió a Valente en las fiestas de Ourense de 1956. Lo narra Julio: se convocan juegos florales, cinco mil pesetas para el mejor poema. El jurado lo preside Vicente Risco, a su lado Cunqueiro, tan odiado por Valente. Éste presenta un poema conmovedor, y ya maldito, “El Cristo, la ciudad y el tiempo”. Todo el mundo sabía que el premio era suyo. Pues no. Se lo dieron a un olvidado falangista y su mediocre poema. Las heridas de la infancia persisten siempre. Aquel episodio lo marcó tremendamente. Fue ‘la primera cuenta nunca saldada de Valente con su ciudad natal’.

Julio y su amor al piano. Ya tarde, escribe certero y brillante. Revela: “El único personaje de mis novelas es en realidad el Miño a su paso por Ourense”. Justo ahora me viene a la mente aquel poema que Ángel seguro escribió en las orillas del río: “En hondo recogimiento / se va sumiendo la tarde / en un íntimo silencio”.

(Estábamos en el Liceo en el hondo homenaje a Julio López Cid. Termina el acto, se me acerca Acisclo y me dice con sus ojos hacia adentro: “Esta tarde está aquí el Ourense más profundo. Todos los grandes apellidos de la ciudad. Los últimos que conocieron a los Silenciosos y a la Xeración Nós”.

Mira alrededor. Cierto. Aquí están los que conocieron y asistieron a flamígeras tertulias en el viejo hotel Roma. Los que tomaron el aperitivo en la terraza del hotel Miño en el Paseo. Los que, pensativos, jugaban partidas de ajedrez en el cómodo salón del hotel Parque. Los que se reunieron en las trastiendas de las ‘boticas’ para hablar de política. Los que escucharon la sirena del Malingre que marcaba, como un himno herido, el ritmo de la ciudad. Los que a media tarde abrevaban en la redacción de La Región, allá en la calle que hoy lleva el nombre de su entonces director Alejandro Outeiriño para leer con avidez las noticias que escupía el teletipo.

Sí, homenajeábamos en el Liceo a una de las mejores mentes ourensanas del siglo veinte. Ay, a él no, pero conocí a su hermano José Luis López Cid, aquel profesor que nos fascinaba con sus clases de filosofía en el Cisneros. “A ver, usted, el de Verín, salga al encerado y escriba: ‘Cuando emprendas tu viaje a Itaca  / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias…”.  El jodido poema me persigue toda mi vida. “Ahora hábleme usted sobre ese poema”. Me veo en la clase un poco tembloroso. Pero el maestro te tranquilizaba y te empujaba con arte hacia la reflexión helénica. Mira tú, eso era la clase. Y era más que suficiente. Cuánto he pensado en aquella frase que me dijo mientras me sentaba de nuevo en mi pupitre: “Presiento que usted no tiene alma de mercader”.

Primero fue Valente hacia Ginebra. No tardó mucho en seguirle Julio López Cid. Virxilio acudía intermitente. Después María Zambrano. También Costafreda. En la ciudad recibía la visita de algún emigrante ilustrado y él lo recibía con un té, un concierto de piano  y una conversación sobre la infancia. Qué tendrá esa ciudad, que allí eligió Borges reposar. Imagino cuántas noches caminaron pensativos por el extenso lago de Ginebra.

Miro por la ventana. Cae esa lluvia fina tan ourensana. Te leo, hermano lector, el poema de su amigo Alfonso Costafreda, que Julio tanto amaba. “Me hablaste de esperanza, la tuvimos / remotamente allá, cuando los días / eran tan nuestros como nuestro pan / o nuestro vino, / Ah, la esperanza, yo la tuve y era / maravillosa, más que la alegría”).

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