Opinión

El Mercedes azul

Este texto está basado en el artículo que Raquel Fernández-Novoa, verinense, le dedica a su abuelo Santi, titulado “Carreteras secundarias. La vida de mi abuelo junto a la frontera”.)

Ha llegado a mis manos el diario de un contrabandista. Hace unas semanas escribí algo sobre esto. Era de aquella camada de taxistas que desde los 60 hasta el 75, cuando la Revolución de los Claveles acabó con Salazar, trasladaba clandestina a los portugueses a Francia. Recuerda, era aquel Portugal en sangrientas guerras coloniales: en Angola y Mozambique el eficaz machete de los nativos sembraba el pánico. 

Primero Luciano trasladaba en su barca cuadrada empujada por un palo a los portuguesiños hacia este lado de la frontera. Aquí, en Feces, esperaban en tensión los taxistas. “Venga, suban; dos de ustedes delante, los otros cuatro detrás. Las tres mil pesetas aquí y ahora. Como acordamos, los dejaré en la misma Hendaya”.

Nuestro protagonista acelera a fondo el Mercedes azul. Es noche oscura. Los faros embisten en la niebla. Ay, en A Gudiña empiezan los problemas. Caen copos de nieve como puños. Pero, hermano, el Mercedes es una cuadriga acorazada. Un tanque capaz de atravesar los helados parajes de aquel infierno que fue Stalingrado en los años 40. 

Dejemos que nos cuente el taxista. “¿Cómo conducía? Pues ponía una mano sobre el parabrisas y la mantenía allí un rato. Con el calor de la mano se despejaba el cristal y se hacía un hueco. Allí iba yo pegado al volante, más que ver, mis ojos presentían en la oscuridad. Así trescientos kilómetros Castilla adelante. Una vez sentí eso que llaman miedo cuando colocaba las cadenas en un paraje inhóspito. De pronto, me di cuenta de que ojos enemigos me acosaban. Conozco bien esos animales, era una manada de zorros famélicos”. 

Nuestro taxista se detiene en sus recuerdos. Musita “A pesar de todo, fueron tiempos felices para mí. Ciertas noches me visitan como flashes las caras tristes de aquellos viajeros. Cuánta melancolía lusitana. Mis viajeros eran silenciosos. Claro, hubo excepciones. Aquel día atravesaba A Canda, toda nevada. En el coche alguien llora. De pronto un pasajero me dice que pare. Abro el maletero y él, con cierta ansiedad, saca un acordeón muy usado. En la otra mano un garrafón de vino verde. Qué viaje. Comenzaron los fados de Amália Rodrígues. Escucharía tal vez veinte veces cómo los seis pasajeros cantaron eufóricos: ‘Não é desgraça ser pobre,/ não é desgraça ser louca./ Se as loucas não sentem nada/ não é desgraça ser louca’. Hasta el parabrisas en lágrimas, yo conducía en silencio. 

Qué será de aquel joven, Joao, aún traía el vendaje de la guerra de Angola. En el primer permiso, sus padres le dieron escudos para el viaje a Francia. Qué obsesión, no paraba de hablar de los jodidos machetes. ‘Salvé la vida milagrosamente. No sé por qué el negro me clavó sus ojos relampagueantes y detuvo su machete en el aire’.

Todos los meses hacía alrededor de 25.000 kilómetros. Con tanto viaje, aprendí a leer en las caras si llevaba a algún cabrón en el coche. Cada semana, tres noches seguidas a Hendaya, desde Verín. Más de una vez, antes de iniciar el viaje, alguien colocaba una estampa de la Virgen de Fátima en el parabrisas. Yo no decía nada, mal no me iba a hacer. En un viaje no paré de reír. De aquellas era habitual que el portugués tuviese mujer y querida. Aquel hombre llevaba en su cartera las fotos de ambas, como dos talismanes. Pues él rezaba su plegaria: ‘Pelas minhas mulheres, tão boa uma como a outra’. Ay, me pregunto si habrá cumplido su promesa aquel portugués de Mirandela: cuánta amargura traía. Era de izquierdas y la cruel policía secreta portuguesa, la PIDE, lo molía a palos con frecuencia. ‘Algún día vendré a vengarme”.

(“¿Sabes?, aprendí a amar el fado y a Portugal. Pensaba mucho en mi mujer cuando escuchaba ‘Uma Casa Portuguesa’: ‘Dois braços à minha espera.../ É uma casa portuguesa, com certeza!”.)

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