Opinión

El pasado en llamas

Aveces pongo la radio en la mesilla justo antes de dormir. Ayer en la emisora se hartaron de poner los jodidos villancicos. ¡Qué cosas!, escuché uno que me perturbó y apagué de inmediato el viejo transistor que me acompaña desde hace tantos años.

En ese momento justo que llaman duermevela, sonó de nuevo el villancico en mi cabeza.

Te cuento. Estamos en el siglo pasado, ya casi había acabado la larga posguerra que se extendió en excesivo. Era Navidad. Iba yo apretujado en aquel taxi que ocupábamos mis padres, mi hermana y yo hacia Arzádegos, ya sabes, mi Ítaca. Qué tiempos. Convencer al taxista que nos llevase hasta allí no fue tarea fácil. La carretera era un camino enlodado, con frecuencia las ruedas de los coches y de los carros se enterraban. Al menos una o dos veces en el trayecto había que bajarse y empujar para sacar el coche del barrizal.

Avancemos en el relato. Íbamos a pasar esos días con mis abuelos. Ah, qué expertos negociantes en su comercio en aquellos años intensos de contrabando. Fue en la radio del taxi donde me quedó grabado ese villancico que me empuja a rememorar aquella Navidad tan mágica.

Al llegar, había una gran algarabía en el pueblo. Mucha expectación. Era como si todos los vecinos esperasen un prodigio. Mi tío Paulino era el alcalde de Vilardevós. Era mi padrino y enseguida me tomó de la mano para que lo acompañase: “Ven, Jaimito”. En su bolsillo asomaba una libreta donde tenía escrito su discurso. En el centro del pueblo, encima de unos carros, habían elevado una tribuna.

“A las diez en punto, señores”, dijo mi tío a las autoridades. Allá fueron subiendo el cabo de la Guardia Civil, el párroco, el pedáneo y dos elegantes señores. Mi tío no me soltaba de su mano y miraba con insistencia su reloj Omega. En la plaza estaban todos los vecinos del pueblo. Cómo te diría... había un silencio como en la explanada del Juicio Final allá en el bíblico valle de Josafat. Como en “Cien años de soledad”, aquellos hombres no habían conocido el hielo, el mar ni la luz eléctrica.

Dan las diez en el campanario. Mi tío saca del bolsillo su libreta y a viva voz inicia un discurso breve y florido que recuerdo bien, termina: “Vienen buenos tiempos, se acaba la era del arado romano”. Después avanza, pone su mano en una plateada palanca, se detiene un instante, mira a todo el mundo y con decisión la acciona. Ay, hermano lector, imagínate, la luz eléctrica.

Ese instante todavía golpea mi mente. Más, todavía golpea mi alma. Allí estaba en el pueblo en que había nacido. Cómo podré describirte ese momento tan hermoso. Cómo podré describir aquel gemido colectivo que sonó como algo sagrado. Un flash, nadie se movió en ese instante. Como si se detuviese la vida.

En la Raia aman mucho los fuegos. Sonaron bombas de palenque que estremecieron las casas. Mis ojos de niño vieron cómo todos los vecinos iniciaron una danza ancestral y orgiástica. Esa noche no faltó de nada. El bar no cerró. Las campanas no cesaron de repicar. Eran tantos los cabritos asados que hasta los perros se hartaron. Hasta Antonio, el ciego, bailó hasta el amanecer.

(Aquella noche yo no dormí ni me separé de la mano de mi tío Paulino. Era el alcalde y no paraban de abrazarle. A su lado, a mí me tiraban de la oreja festivos. Mi tío ordenó a los gaiteros: “No hay que parar en toda la noche”. 

Sería la una de la madrugada cuando, en medio del éxtasis, sucedió. Comenzaron a llegar al centro de la plaza ancianas mujeres. Lo recuerdo bien, fue la señora Dominga, la que curaba todos los males del pueblo, la que primero arrojó sus tres candiles encendidos. Se hizo un círculo iniciático. Los vecinos comenzaron a imitarla. Alguien echó gasolina o algo así. La hoguera crecía y crecía. Ay, hermano, no quedó ni un candil, ni una lámpara de aceite, ni una vela, en ninguna casa del pueblo.

Después de tantos años, recuerdo las palabras de mi tío aquella Navidad. Yo miraba atónito las llamas, me dijo: “Hoy se quema un pasado triste, Jaimito”.

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