Opinión

El único sobresaliente

Son tiempos en los que hay que velarse. Hay días en que conviene cobijarse en el poeta que amas. Sí, certera recomendación, en este mundo tan desquiciado hay que velarse.

Vamos allá y detente, no pases página porque hable de un poeta. El hermano lector sabe de mi devoción por don Antonio Machado. Es inevitable, debo escribir sobre él. Justo hoy se cumplen ochenta años de su muerte. Ay, fue un entierro dramático. Unos oficiales republicanos con su uniforme ajado y con remiendos llevaron el féretro del escritor Ilustración de Alba Noguerola un panteón en Collioure que una caritativa francesa les prestó.

Era una tarde lluviosa, Juliette Figueres, dueña de una mercería, cosió como pudo la bandera republicana que cubrió el féretro. Alguien recitó: “¡Mis pies! ¡Qué hondos en la tierra!/ Mis alas, qué altas en el cielo”.

Hermano, sólo han pasado ochenta años. Recordemos. El general ferrolano había ganado aquella guerra tan fraternal y sanguinaria. Ya el clásico dice ¡ay del vencido! He visto muchas veces con emoción y lágrimas filmaciones de aquella inmensa hilera de republicanos derrotados que avanzaban lentamente hacia Francia a la búsqueda de cobijo. Avanzaban algunos heridos y otros arrastrándose, lentamente, a pie, a caballo, en viejos coches desvencijados: presentían que el general legionario no iba a ser clemente.

Qué ilusos. Creían que Francia les abriría sus brazos generosa. Pero amargos días vinieron. Qué página más triste escribió Francia. Al llegar, en la frontera, los gendarmes los desarmaron y los trataron con desprecio. Yo vi los restos de las alambradas puntiagudas en donde fueron cruelmente recluidos. No conviene olvidarlo. En la playa donde padecieron hay un monolito que habla de que su desgracia fue luchar contra el fascismo. Allí está escrito “Hombre libre, recuérdalo”.

Pero volvamos a nuestro poeta. Recordemos sus últimos y desolados días. El 28 de enero de 1939 el jefe de la estación de Collioure observó conmovido cómo bajaban de un tren cinco personas como cinco almas en pena. Don Antonio parecía el más viejo de los hombres, su corazón iba lento y el asma lo acosaba. Lo acompañaban su madre, Ana Ruiz; su hermano el pintor José, la esposa de éste y Corpus Barga, el solidario escritor y periodista que lideró la marcha sobre la nieve por el lado oriental de los Pirineos.

Hay una frase de la anciana madre de Machado que refleja toda la tragedia de aquel día. Al bajar de la estación preguntó: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”

El poeta había escrito “¡Señor! La guerra es mala y bárbara./ La guerra, odiada por las madres, las almas entigrece./ Mientras la guerra pasa, ¿quién sembrará la tierra?”

(Era 1972, yo estudiaba en la escuela de periodismo. David, nuestro romántico profesor de literatura, nos convocó a una reunión y nos dijo: “Cada uno que aporte el dinero que pueda, a escote; mirad, yo creo que todo español de bien ha de visitar al menos una vez la tumba de Antonio Machado”. Muy serio, afirmó: “El viaje que haremos es el símbolo del éxodo de medio millón de españoles en 1939”. A todos nos encantó la idea. A pesar de nuestros esfuerzos no reunimos mucho dinero. Al fin alguien consiguió un viejo autobús destartalado. Allá nos fuimos. El viaje fue tan lento tal si fuésemos en un carro de bueyes.

Mira tú, era 1972 y todavía la mano pálida del censor tachaba los versos hermosos. Entonces, los libros, incluso las antologías de Don Antonio, aparecían mutiladas. En una librería de Collioure por primera vez pude leer su verso más perturbador dedicado al general Líster, jefe en los ejércitos del Ebro: "Si mi pluma valiera tu pistola/ de capitán, contento moriría".

En la librería del pueblo compramos las colecciones de El Ruedo Ibérico que se editaban en Francia en español. Hicimos el recorrido. Conmovidos y en silencio, aquellos ingenuos estudiantes de periodismo recorrimos uno a uno los mismos lugares por donde caminaron el maltrecho poeta y los suyos. Vimos los restos de los campos de concentración donde estuvieron presos más de cien mil españoles.

Alguien dijo: “Machado no pudo quedarse en la tierra que le vio nacer. A los españoles que no supimos guardarlo, sólo nos resta llorar”. 

Ay, recuerdo aquel frío día de 1972. Caminábamos por Collioure. Te juro, sentí las baterías franquistas retumbar cerca. Las bayonetas humeantes. Los moros saqueando la ciudad. La voz de Líster: “Si hay que perecer, que sea sin temblar ni asustarse”.

Ante su tumba, cada uno de los treinta ingenuos estudiantes que estábamos allí escribimos un poema. El regreso fue como una catarsis, a nadie le importó que el autobús caminase tan lento y se estropease dos veces. Al final de curso el profesor David me dio el único sobresaliente que tengo en mi carrera.)

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