Opinión

El verso más oscuro

Estos últimos meses la ciudad tuvo perfume de jazz. De nuevo, los grandes jazzmen desfilaron por el Latino. Y mira tú, el aforo siempre completo. Cielo santo, estuvo también Charles McPherson, el legendario saxofonista. Más de ochenta años y ahí anda, de aquí para allá camino del cielo. Le observé en la prueba de sonido y al muy cabrón todavía se le humedecían los ojos al ver las largas piernas de una mujer que bebía en la barra.

Este hombre nació en Misuri. Cuando lo abordé no habló mucho: “Mira, hermano, he vivido mucho. En el 63 yo tenía poco más de veinte años y estuve allí, en la gran marcha de un millón de los nuestros sobre Washington. Créeme, a pocos metros escuché todo el discurso de Martin Luther King. Washington estaba tomada por una muchedumbre de hombres y mujeres de color. Apenas cabían los miles de autobuses en las afueras de la ciudad. Eran malos tiempos, los músicos negros sólo podíamos actuar en tugurios de mala muerte. Te puedo recitar de memoria ‘Yo tengo un sueño…” 

Cierto, esta estirpe de los jazzmen es muy distinta a la de los roqueros y cercana a los bluesmen. Son más vulnerables, más huidizos, más humildes y sobre todo más creativos. Un concierto de jazz siempre es distinto. Depende siempre del diálogo entre los músicos y de su estado de ánimo. Con frecuencia se sumergen en un flashback y viajan en un vértigo al pasado.

Pero hoy quiero hablar de los percusionistas. Ay, siento debilidad por los baterías que llenos de swing sacuden nuestras mentes. A lo largo de estos años han pasado los mejores por aquí. He visto alguna noche hacer cosas pasmosas a Horacio “el Negro”. Qué fulano. Tenía que ser cubano. Mueve las manos como un prestidigitador y sus solos son a veces como un aguacero tormentoso. Como si llamase en una ceremonia de vudú a sus antepasados.

Pero te cuento de él. Al menos estuvo dos veces aquí, la última con Michel Camilo. Esa noche, después del concierto, bebimos juntos unas cuantas copas de ron que nos servía sonriente Jose, el veterano barman que aprendió en los clubs de Nueva York que detrás de la barra has de cuidar especialmente a los músicos.

Yo acosaba a preguntas a Horacio y él se dejaba enredar. Me contó una cosa sorprendente. El cubano grabó y actuó en giras con el mítico guitarrista Carlos Santana. Es un músico que me gusta y le pregunté por él. Le dije: “Carlos debe ser una gran persona y muy espiritual”. Vaya carcajada que echó Horacio. “Qué va, colega, no te creas esos rollos, le gusta mucho la ‘plata’, más, le vuelve loco la ‘plata’. Y tuve problemas con él”.ilustracion_alba_noguerol_result

Pero tengo mis dudas. En el último concierto de Javier Vargas en el Auriense, le pregunté por Santana. Javier ha tocado con él, y éste incluso grabó un par de temas suyos. Pues, mira tú, todo lo contrario. No cesó de decir cosas buenas, hablar de su humildad y su espiritualidad. En fin, cosas de músicos.

(Pero, hermano lector, quiero hablarte de mi percusionista de jazz favorito. A veces escondía tras sus Ray-Ban la fatalidad que lo habitaba. Lo recuerdo ya a mediados de los 70 cuando yo era un ingenuo estudiante de periodismo y de la mano del productor Julián Ruiz me dejaba caer por el Whisky & Jazz, allá en la calle Marqués de Villamagna. “Allí estaba él, en el escenario, siempre al fondo a la derecha, imperturbable”. Te estoy hablando de Peer Wyboris, el percusionista alemán de toda la vida de Tete Montoliu. Ya en aquellos lejanos días yo miraba hipnótico su forma de mover las baquetas, su swing. Sus severas cadencias alemanas me perturbaban como un verso oscuro. El club madrileño cerraba a eso de las cinco de la mañana y el local estaba siempre lleno de mujeres soldado de la base americana de Torrejón. Cómo bebían las tipas. Me veo ahora allí de caza entre aquellos españolitos que crecimos reprimidos por el viejo general.

Ya sabes, Tete, enamorado del Latino, actuó en Ourense muchas veces. Poco a poco cogí amistad con Peer, su batería. Te miraba y lo hacía con los ojos del alma. Alguna vez conté algo de esto. Una noche me habló de su infancia terrible. Nació en el 38 y vio a la gran bestia nazi subir al poder. Tenía siete años y corría solo y asustado por Berlín en llamas. Caían las últimas bombas: “Lo que no se me olvida es el 16 de abril de 1945. Aquellos rusos furiosos y vengativos, y por todas partes gritos doloridos de las mujeres alemanas. Pasaron los años, bebí mucho, el jazz y mi encuentro con Tete me salvaron”.

No hace tanto, Horacio Fumero me contó: “Cuando murió Tete, Peer volvió a beber y ya no tocó jamás”.)

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