Opinión

El viejo y su nieto

Estoy en la barra de una cafetería. El barman me dice: “Está usted invitado”. Se me acerca un señor que ronda los 80 años y me dice con leve tono de reproche: “¿Sabe?, leo sus artículos pero escribe usted muy poco sobre nosotros, los más ancianos.

“Mire usted, yo salgo de mi casa y me paso el día en este café con mis colegas. Tengo la sensación de que soy un jodido estorbo en casa. Sí, solo estoy allí para que mis hijos y mis nietos saqueen mi magra pensión. El otro día un grupo de jóvenes con patines casi me arrollan. Me escupieron: ‘¡Quítate de ahí, viejo!’. Parecemos seres que hay que exterminar como si fuésemos una plaga de parásitos. Permítame que le cuente: hace un mes presencié una discusión bastante violenta en un local cercano. Los fulanos se llamaron de todo. Creí que iban a llegar a las manos. ¿Sabe usted cuál fue el último insulto que le espetó uno de ellos? Pues: ‘¡Eres un viejo!’. Créame, le sentó peor que si le hubiesen llamado hijo de puta”.

El anciano, excitado, no para de hablar. “Mire, yo aprendí a escribir con pizarra y pizarrín y mi padre le agradecía al maestro que me castigara para que yo aprendiese. Como tantos de mi generación tuve que irme a Alemania a buscarme la vida. Trabajé años en la construcción, hice mi casa, eduqué a mis hijos en internados y ahora ya me ve, aquí, cobijado, todo el día en los cafés”. Ay, le escucho atento y me viene a la mente aquel prodigioso cuento de los Hermanos Grimm, “El viejo y su nieto”. 

Me mira triste: “Los emigrantes somos una generación desgraciada. Cuando era niño en la aldea, cómo escuchaba, casi con veneración, a mi abuelo que nos contaba cuentos de lobos hambrientos, de la Santa Compaña y de aldeanas que presentían quien iba a morir en el pueblo”.

 De pronto cambia su semblante y me sonríe cómplice: “Entre mis amigos hay un sargento de la Legión retirado, todavía fuerte y lúcido. Nos está animando a crear una ‘brigada de choque’. Nos arenga ‘cuanto más viejos, más libres y más rebeldes’. Que no le extrañe que cuando atropellen a uno de nosotros, en un arrebato de furia, vayamos a por ellos”.

(Hace tiempo escribí sobre él pero quiero recordarlo. Su funeral se celebró hace poco. No doy su nombre pero era un hijo de la Raia, contrabandista, risueño y todavía en buena forma. Desde la niñez fuimos muy amigos. Pícaro, siempre me preguntaba sobre mis aventuras con chicas. En la fiesta del pueblo, mientras tocaba la orquesta, hablamos de la vida. En la barra de la comisión, ante dos tazas de tinto de Valpaços, muy bajito y confidencial me reveló: “Son viudo, xa teño oitenta e dous anos, penso que a miña vida foi boa pero solo me falta despedirme das mulleres”. Entendí su mensaje. Un día le dije a sus hijos que íbamos a visitar a un médico amigo mío. Tenía sus dolencias. 

Ya en la barra americana mantuvo el tipo. Le gustó, como a los de su generación, una mujer entrada en carnes. Antes, discreto, me acerqué a ella, le pagué bien por aquel servicio especial. Ah, el otro día, después de su funeral, solitario, abrí la botella de licor café que él había hecho con sus manos y me había regalado aquel no tan lejano día.)

Te puede interesar