Opinión

La entrevista más difícil

Aún hoy tengo pesadillas de aquel hombre. Más tarde hablaremos de él y sus fechorías. Qué duro fue con mi generación, sobre todo, los que llegábamos al instituto en junio porque estudiábamos por libre.

Era aquel bachiller lleno de reválidas e intenso. Cierto es que no era tan malo. Bueno, teníamos que estudiar por ejemplo Formación del espíritu nacional. Guardarnos mucho de no decir la Guerra civil sino la Cruzada. Y por supuesto había que empaparse bien del asedio al Alcázar de Toledo. El jodido Alcázar de Toledo y aquella conversación telefónica que tanto nos impresionó a todos los alumnos. Esa fue la pregunta que me hizo el profesor falangista en el examen. Ya ves, de lo poco que me sabía bien. Las tropas republicanas asedian el Alcázar, el jefe republicano llama al coronel Moscardó: “Le doy un plazo de diez minutos para que rinda el Alcázar, y de no hacerlo fusilaré a su hijo Luis que lo tengo aquí a mi lado”. Los escritores republicanos niegan esa conversación y afirman que los teléfonos estaban cortados por las bombas. Pero cómo le iba a decir yo eso al examinador de camisa azul. Cierto es que al fin, las tropas del general Varela salvaron el Alcázar. Mira tú, un ocho me puso, uno de los pocos notables de mi bachiller.

Que no se me vaya la olla. Quiero recordar la pesadilla que pasó mi generación. Hablo de los que estudiábamos por libre, claro. En junio había que venir a examinarse al instituto ahora llamado Otero Pedrayo. Llegábamos a Ourense cada uno acompañado de su padre. La noche previa al examen era un insomnio prolongado. Teníamos terror sobre todo al examen oral. Te hablo de primero y segundo de bachiller. Yo estudiaba en la Academia verinense de don Jesús Taboada, buen maestro que hacía lo que podía con nosotros.

Conque a las ocho de la mañana del día fatal había mucho jaleo en la puerta del instituto. Un brujuleo tremendo. Sobre todo, cuando entró nuestro hombre, rondó entre nosotros un temblor colectivo, un miedo líquido.

Suena el timbre. Entramos todos, padres y alumnos venidos de las villas y los pueblos de toda la provincia. Nos sentamos en la extensa sala del paraninfo. Al fondo, sobre una tarima, el tribunal. Ay, amigo, el tribunal. Tres catedráticos nos miran displicentes. Créeme, a mí me parecía el temido tribunal de la Inquisición de Toledo. Claro, hay catedráticos de todo pelaje. Pero este era jodido, muy jodido. Para nosotros, escuchar su nombre era ya una ruina. El catedrático Ogando era para nosotros como el ángel exterminador. Encima era millonario y de inteligencia feroz. Tuvimos maestros machadianos maravillosos, nos enseñaron encantando. Pero en este hombre están todos los que fueron implacables con nosotros.

Boom, decían tu nombre por el altavoz. Atravesabas el pasillo como si estuvieras en Auschwitz. Al fin, nosotros adolescentes nunca nos habíamos encontrado en otra así. Allá voy yo. El chico con el que me cruzo viene pálido y resoplando. Cielo santo. Ahí estoy yo delante de aquel hombre de pelo blanco y sonrisa sardónica. Por el artilugio sale una bola “Hábleme usted de las oraciones subordinadas y dígame quién era Azorín”. Créeme, hermano lector, aquel hombre tenía la virtud de detener nuestros cerebros. Muchos nos quedábamos en blanco. Algo subía por tu vértebra cuando te espetaba hosco: “Qué, ¿está usted mudo? ¿Quién le da clase a usted? Despierte, hombre, despierte". El regreso era como el regreso de la vida, una batalla perdida.

(Cómo pasa el tiempo. ¿Será cierto que este mundo es malo y no merece que derramemos lágrimas por él? El catedrático se jubiló para ocupar altos cargos bancarios. Yo me convertí en un periodista novato y agresivo. Tenía a ese hombre entre ceja y ceja. Como si me visitase un mal sueño. Un día me armé de valor y le llamé para hacerle una entrevista. Aceptó vanidoso. Me recibió en su lujoso despacho. Allí estaba yo con mi bloc y mi magnetófono. En mi mente bullía la gran pregunta: "¿Sabe usted que no ha dejado buen recuerdo en sus alumnos?". No me atreví, pero sí le hice alguna observación capciosa.

Mira tú, no me explico cómo él intuyó mis pensamientos. Me soltó mirándome muy fijo: "Oiga, ¿usted no habrá estudiado conmigo? ¿Ah, sí? Entonces no me extraña que tenga un mal recuerdo de mí. Ojalá el pasado se pudiese cambiar”.

Le devolví la mirada. La suya ya no era bravucona, ni de perdonavidas. Lo recuerdo bien, en ese instante su rostro mutó y se hizo muy anciano, como de animal herido. No pregunté más. No nos dimos la mano al marcharnos. Aquella entrevista jamás se publicó.

Así que hermano, tómalo así, con este artículo te he vengado, si eres de mi generación).

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