Opinión

Estas dos son putas

Jaime Noguerol

Ayer en la barra del Frade tuvimos una tertulia apasionada. Eran tres mujeres cultas, de mentalidad abierta y, por azar, la conversación se fue hacia el lado oscuro de la ciudad. Se sorprendieron mucho: cómo pudo haber en Ourense el mejor barrio de putas de Galicia y de toda la zona norte, incluida la vieja Salamanca.

Hablamos de la extensa camada de chulos que abrevaba en la calle Villar y aledaños. Les cuento: “Aquellos fulanos tenían un estilo propio muy ourensano, creedme, alguno de ellos llegaba a controlar hasta a cinco mujeres. A las cuatro de la mañana esperaban en la plaza de la Ferrería, aceleraban sus motos y sus coches de cristales tiznados. Ellas bajaban con paso apresurado y sus fajos de billetes en las manos. De inmediato, los macarras contaban el dinero con la avidez y la habilidad de un veterano empleado de banca”.

Ángeles dice divertida: “Se te van a enfadar las feministas si escribes de estas cosas”. Maribel le responde con sabiduría periodística: “No, no, qué va; al fin lo que cuenta es pura sociología de la ciudad, la historia del lado húmedo de esta vieja y lujuriosa ciudad”. Carcajadas.

Rememoro a Tere, qué será de aquella vieja prostituta que cuando murió su “hombre” no cesó un día de llevarle flores al cementerio de San Francisco. Tere había recorrido muchas plazas y regentó un local en las calles oscuras. Le gustaba filosofar y, a veces, cuando cerraba, nos quedábamos con ella tres o cuatro clientes y dialogábamos hasta el amanecer. Recuerdo que un día reflexionó sobre esta jodida ciudad: “Cuando era joven recorrí todos los tugurios de Barcelona a Canarias, del País Vasco hasta Lisboa. Llevo diez años en Ourense. Mirad, los ourensanos, sobre todo en décadas pasadas, tienen una ansiedad sexual que no noté en otras plazas. Son diferentes. Quizá el Miño, la lluvia tan fina, no sé. En ninguna otra ciudad mis clientes llegan tan abrumados como por fatales urgencias sexuales. Ya sabes cómo es esta profesión, algunos vienen buscando a sus madres, otros me pagan para que les golpee, ay, para los que me levantan la mano tengo bajo la cama una maza. Prefiero no contar lo que me piden con frecuencia algunos clientes ourensanos”.

Ángeles me mira pasmada: “¿Cómo pudo haber tanto chulo suelto?”. La miro divertido: “Eran tiempos difíciles, sobre todo hasta la década de los 80. Ellas llegaban débiles, solas, desprotegidas. Muchas eran madres solteras y eso sí era una maldición entonces. Las marginaban y apenas tenían alternativas”.
Los fulanos las olfateaban rápido, tipos duros, curtidos en la calle, oro en cuello, dedos y muñecas. Y tal vez alguna traidora cicatriz en el rostro: “Yo te protegeré, nena. Hay mucho cabrón por aquí, pero a mi lado nadie te hará daño”. Era una seducción al viejo estilo, si se ponían bravas ellos sabían manejar sus sentimientos. “No temas, a tu criatura no le faltará de nada. Conozco a una señora, Obdulia, que cuidará de ella como de una hija. No te preocupes, el dinero déjalo en mis manos, lo administraré mejor que un banco. Pronto tendremos un piso, pero nena, no puedo ser menos que los otros. Necesito una moto potente, todos la tienen. Por la noche te recogeré en ella e iremos a bailar a Auria y a reírnos del mundo”. 

Se quedan boquiabiertas mis contertulias cuando les digo: “Llegó a haber entre cuarenta y cincuenta bares en la zona. El barrio era más grande que el de Vigo. En los sesenta se llenaba de emigrantes a Centroeuropa que aparcaban sus coches con matrículas de muchos países. Es bien cierto, en muchos locales podías pagar en francos, marcos o florines holandeses.

”Abundaban los pisos de ‘tapadillo’, como se les llamaba: ejercían allí mujeres y muchas amas de casa con penurias económicas. Hay una palabra que me cuesta escribir pero así era la vida entonces. En los comercios de lujo tenías tres opciones para pagar: con tu visa, en metálico o ‘visa cona’. Ya sabes, el propietario del local concertaba una cita con el mecenas de turno que pagaba todas las facturas”.

Nos pusimos un poco dramáticos. Así que conté algo que me narró un portero que trabajó en la sala de fiestas: “A altas horas de la noche me llega un fulano con dos mujeres, una colgada a cada brazo. Yo tengo mis órdenes y le espeto: ‘Mire, lo siento, pero aquí no pueden entrar mujeres de dudosa reputación’. El chulo se echa a reír, con una mano me empuja y me suelta: ‘Las de dudosa reputación están dentro. Estas dos que vienen conmigo son putas…”

(Maribel pregunta: “Pero, ¿es que no paraban de trabajar?”. Le respondo: “Entonces se decía ‘ocuparse’. A las tres de la mañana llegaba la pareja de policías armados y se hacía el silencio. Claro que tenían vacaciones, aquellos gobernadores de bigotillo estrecho eso no lo consentían. En toda la Semana Santa no había un bar abierto, todo cerraba. Por supuesto que la mayoría acudía con fervor a escuchar los sermones y no se perdían una misa).

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