Opinión

Extraño cheque al portador

Fernando tiene fascinación por los hoteles. Mejor dicho, por un hotel: el Roma. Estuvo abierto más de medio siglo, ahí, en la calle Progreso y tenía la máxima de hacer que el arte nos rodee y nos acompañe siempre. En la memoria colectiva de generaciones está el hotel Roma. Tengo su libro en las manos, miro alucinado los retratos, no me extraña que este hombre se enamorase de este hotel que, cierto, tuvo el alma, el blues y el soplo fatal de nuestro trozo de mundo, Auria. Incluso una estrella Michelín. 

Ahora, en manos de carroñeras multinacionales, los hoteles han perdido su personalidad y el duende. El Roma estaba lleno de esplendor. Eran buenos tiempos, nadie puede negarlo: la ciudad era ciertamente la Atenas de Galicia. Y más allá. Alguien dijo que no hay nada más triste que la habitación numerada de un hotel. Pero los clientes que pernoctaron allí cuentan que dormir en sus habitaciones era como regresar urgente y sin retorno posible al turbador vientre de la madre. Ay, dijo Risco: “Ojalá no hubiéramos salido de allí jamás”. Los baños parecían construidos para una bacanal romana. Bármanes impolutos. A la puerta el coche de caballos. Cuántos lunchs y banquetes. Cierto, Mao, cocinero y propietario, “saía á carreira a solicitarlle explicacións aos ousados clientes que non deran boa conta dos seis pratos servidos”.dav

Qué tiempos, en la avenida Buenos Aires los sagaces serenos de camisón grisáceo y garrota te atendían en la noche si andabas perdido por la ciudad. Dos palmadas. “Quiero una cama, sereno”. Las había de diversos precios. “Tengo una muy barata, señor, pero tendrá que compartirla con un desconocido”. Contó el poeta Víctor Campio que en el miserable Madrid de los cincuenta, durante un año se despertaba cada mañana con un fulano distinto en la cama de al lado. “Ay, conocí a todos los truhanes, buscavidas, trileros y carteristas de Madrid. No creas, hice buenas amistades”.

Pero que no se me me vaya la olla. Era 1910, Ourense tenía trece mil habitantes, en el salón ante las mesas de mármol abrevaban las camadas literarias de aquel Ourense lírico. Ahí entra Vicente Risco, “gabán azul moi entalado, colo de pajarita con lazo de volvoreta, zapato de charol, cana de bambú con puño de prata…” Preside la tertulia  ‘Peña dos Sabios’. Qué generación, Otero Pedrayo, Blanco Amor, Ferro Couselo, López Cid, Faílde. Ay, hermano, puedes estar orgulloso y amar con pasión esta ciudad.

Mira tú, convivían. Cada uno tenía su lugar: los libertarios, los falangistas, los comunistas, los galeguistas, todo el mundo en paz aunque se miraran con la mirada del enemigo. Allí se cantó el "Himno de Riego", el "Cara al sol", "A las barricadas", "Que din os rumorosos" …y un día Trabazo lanzó el guante a un contertulio por trampas en el ajedrez:  “Busque a sus padrinos, elija usted las armas, le espero al amanecer en el Posío, pero sepa que estoy condecorado por tomar yo solo una loma del enemigo en el 36”.

Estoy con Fernando Valcárcel, el último romántico de la ciudad. Capaz de entregar un año de su vida por un sueño. Ay, recordamos hoteles. Me pregunta dónde me hospedé. Hermano, dormí en la habitación del hotel España de Larache, la misma en que conspiró Franco con los ‘africanistas’ en el 36. Ah, en mi vida de caminante me hospedé en el hotel Roma de Turín y por mucho que intenté sobornar al recepcionista, se negó a darme la habitación 202 en que se suicidó el poeta Cesare Pavese. Dejó una nota: “Basta ya. Un gesto. Adiós”.

A Fernando y a mí nos atrae el lado oscuro. Qué tristeza, ninguno de los dos estuvo allí, en el fatídico Hotel des Bains del film ‘Morte a Venezia’ de Luchino Visconti. Tampoco pudimos alojarnos en el motel de Norman Bates donde Anthony Perkins nos fascinó.

Cómo nos duele a los dos no haber pedido habitación en el mítico hotel Chelsea. Tenemos su dirección en el alma: el 222 Oeste de la calle 23rd, Nueva York. Allí escribió Arthur C. Clarke ‘Una odisea en el espacio’. Allí, en una desolada habitación, murió Dylan Thomas. Allí, una vez más, Simone de Beauvoir traicionó a Sartre. Allí durmió toda la generación beat al completo, con Allen Gingsberg al frente. Cuántas cosas sucedieron. Cuentan que el primer punk, Sid Vicious, apuñaló y asesinó allí a su novia Nancy Spungen. En el Chelsea, en los sesenta, dio con sus huesos Bob Dylan cuando era músico callejero en las calles neoyorquinas. Allí, en el lento ascensor se encontró Cohen con Joplin. Cantó: “Te recuerdo claramente en el hotel Chelsea / tu corazón era una leyenda / dijiste prefiero hombres bien parecidos / pero que por mí harías una excepción”.

 (“Mira hermano, tenía la obsesión de autoeditar este libro. Uf, cinco mil euros. Fue milagroso, Dios me envió el dinero de una manera un poco cruel. Cruzaba yo un paso de peatones en verde. Un todoterreno me embistió. El fulano quiso huir, alguien lo detuvo. Llegué a la residencia noqueado, un susto. Un mes después la aseguradora contactó conmigo: ‘¿Se conforma? ¿Le damos cinco mil euros y todo acabó?’). 

PD: ‘Gran Hotel Roma’, un libro imprescindible si amas tu ciudad.

Te puede interesar