Opinión

La asignatura ausente

El doctor Ramón Lebrato va camino de la leyenda. En las asépticas habitaciones de los hospitales se habla de él con admiración. Es cirujano vascular. De esos que pueden tener tu corazón en sus manos. A él no le gusta el laurel, sino el olivo. Pero he de contarlo: con frecuencia da su número personal a pacientes en situación límite.

Vocación es un término antiguo, en desuso y caduco. Pero este asturiano supo pronto que su destino inevitablemente era ser médico. Su madre, María Jesús, ponía las inyecciones en su tierra, en Noreña. Creció entre jeringas largas, gruesas, de vidrio, casi antediluvianas. Así que a los siete años su diversión favorita era jugar a los médicos. 

“Tenías que verme de niño; me agenciaba un delantal, ponía una mesita en el portal, mi hermana se vestía de enfermera y créeme, todos los niños del vecindario hacían fila para que los curase. Hasta los auscultaba y recetaba en hojas de un pequeño block. Quizás crecía eso que llaman vocación, ¿verdad?. 

Tendría diez años cuando cambiamos de casa, de un barrio humilde a un piso céntrico con calefacción. Fíjate lo que quedó grabado en mi mente. Vino una tía a visitarnos y conocer la casa. Sólo dijo: ‘Qué bonita, parece la casa de un médico’. 

Recuerdo el día que me matriculé en medicina. Llegué a casa eufórico, mi madre me dijo: ’Enséñame las asignaturas que vas a estudiar’. Leyó despacio, me miró preocupada y me dijo: ‘¿Cómo es posible que no haya una asignatura que se llame Humanidad?’. 

El día en que aprobé mi último examen, vagué sin rumbo por Oviedo. Mi madre me abrazó feliz: ‘Prométeme humanidad, que estarás cerca y mirarás a los ojos de los enfermos”. 

Ay, humanidad. La ausente por la que su madre le preguntó preocupada un lejano día en que comenzaba su carrera. Está grabada en su alma. Ahí va Ramón, dinámico, sonriente, generoso, hospital adelante. Aquí charla con un paciente de su Sporting de Gijón y de Quini, su jugador favorito. Allí explica con sosiego a otro cómo va a ser su operación. Allá toma la mano temblorosa del que va a entrar en quirófano. Ahora visita a unas monjas enfermas. En la calle se detiene ante un indigente empalidecido. Alguien cuenta que sus manos milagrosas pusieron en orden su aorta. Se ríe: “Por favor, qué vergüenza, no, no escribas eso de manos milagrosas”. 

(Hablamos de aquellos médicos de posguerra que recorrían a caballo las aldeas. Ramón tiene la misma mirada humana de don Agustín, en otro tiempo médico de Vilardevós. Ay, quién pudiera ser cuidado por él como mi abuelo en la aldea de Arzádegos antes de morir. Ahí llega don Agustín con su zamarra zamorana llena de nieve. Alguien le dio recado para que viniese a atender a su más anciano paciente. Sus espuelas han apretado al caballo, asoma espuma en su hocico. A su lado, su ayudante en un asno robusto. 

Los veo cabalgar por mi mente ahora mismo. Son como Don Quijote y Sancho Panza. No van contra los molinos, sino a hacer milagros con los moribundos. Mi abuelo está acomodado en cama de hierro. El viejo ojo clínico de aquella generación de médicos es suficiente. “Claudio, pasas de los noventa, tu vida ha sido buena y hasta estuviste en Cuba”. Mis ojos de niño lo vieron todo. Aquella habitación grande con un gran reloj de cuco. Miré a aquellos hombres con asombro. Don Agustín tenía la humanidad que la madre de Ramón le enseñó a su hijo.

¿Recuerdas? Sócrates cuando agonizaba dijo: “Critón, le debemos un gallo a Esculapio. Paga mi deuda y no la olvides”. Ya al borde del último suspiro mi abuelo lio su último cigarrillo con paz. Ordenó a su hija: “Lucita, dile a Recaredo que le perdono la deuda de su billete de emigrante a América”.)

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