Opinión

La gran aventura

20190622193148308_result

Se te parte un poco el alma al entrar. Es todo tan humilde, tan humano, tan cálido. Y, sin embargo, está allí una de las páginas más hermosas de esta ciudad. Ah, también están allí los restos de un naufragio, como si hubiera un cirio encendido allá al fondo.

Caminas por allí entre las fotos sepia, entre los carteles, los ropajes, los filmes, y todo conserva cierto esplendor clandestino. Invítate a ir. Calle Bailén, nº 6. Museo Circo de los Muchachos. Te recibe un ciudadano benposteño, un viejo caminante: Manilo Doñoro, un clown que hizo reír a la humanidad de cinco continentes. Se te eriza la piel si le escuchas: “Aquellas navidades de los setenta en Nueva York la nieve daba por la cintura y en el Madison Square Garden ciento cincuenta niños criados en Ourense emocionaron a miles de neoyorquinos que hacían pacientes largas colas en la taquilla”.

Qué asombro. Allí está la foto del legendario alcalde John Lindsay entregándole al “gran hombre” la llave de la ciudad de los rascacielos. Cómo pudo ser. También está el alcalde de Berlín. En las vitrinas, un puñado de llaves. Todos los presidentes y los reyes de los cinco continentes abrazan al “gran hombre”.

Qué extraña ciudad esta. Capaz de todas las derrotas, de dar las mejores mentes del siglo XX, los Nós, y capaz también de dar un hombre que con ciento cincuenta niños quijotescos conquistó el mundo con un circo. Ay, quizás el circo más hermoso de todos los circos. Una tarde, el conjunto del circo Benposta liderado por Daniel se impuso a los míticos Sirex en el concurso más importante de Barcelona.

Era el 63 del pasado siglo. Un joven sacerdote de mirada soñadora recorría la ciudad en una moto de pequeña cilindrada: tenía el sueño de generaciones que iban a cambiar el mundo. Sí, cambiar el mundo. Ah, qué mal suena eso de la esperanza en estos tiempos cibernéticos de la generación de las benzodiacepinas. Pero el joven motorista ya escuchaba en su mente: “Y se lanza al vacío en doble salto mortal;/ los músculos tensos;/ las manos buscando en el vértigo la ayuda del acróbata…”

Todo comenzó en aquella casa grande de la calle Progreso 55. Allí la madre del sacerdote tenía la genética del circo y dispuso el futuro. Qué mujer, el título de “excelentísima señora” sólo lo utilizó en su esquela. Un millón y medio de pesetas costó esa finca iniciática en las afueras de la ciudad que bautizaron como Benposta.

Enseguida el “gran hombre” recibió con los brazos abiertos y un sueño a jóvenes de todas las razas del planeta. Eran los sesenta y también los padres emigrantes dejaban en sus manos a sus hijos. Ya es un mito: “Que los fuertes estén abajo y los débiles arriba, con los niños en la cumbre”. El “gran hombre” y sacerdote insistía en ese valor puramente cristiano, la fraternidad.

Qué pasmo, eran tiempos en que el general ferrolano conducía con mano legionaria este país. Pero el “gran hombre” se escaqueó sabiamente. Allí había alcalde, concejales, parlamento y hasta moneda propia. Benposta, ese lugar iniciático fue el único sitio en que se vivió democráticamente en este país.

Un lejano día presencié en San Pedro de Rocas lo que él llamaba “la gran aventura”. Allí permanecían meses grupos de benposteños. Todavía me estremezco, era invierno, el frío golpeaba y los chicos vivían una experiencia más que espartana entre fogatas. Un retiro espiritual. Quedaban solos, tendrían que buscarse la vida, cavar y plantar frutos, trabajar para campesinos cercanos, rezar, sentirse hermanos, meditar. Percibí un misticismo, una alegría interior. La misa del padre en la cueva subía por las vértebras. “¿Qué es esto, padre?”, le pregunté. “Es un semillero de líderes para cambiar el mundo”.

(En los noventa pasé una semana en Benposta. Fui con Adolfo Domínguez a llevarles ropa. Habíamos decidido hacer la gran película sobre aquel sueño. Traíamos un guión entre manos. Ay, la gran película que jamás se hizo sobre el circo.

El padre Silva ya tenía la mirada dolorida. Presentía tiempos encanallados en que la ética sería ya una antigualla. Lo recuerdo bien. Estábamos en su habitación humilde, frugal, entre libros, crucifijos y una mesa como secreta sobre la que no me atreví a preguntar. Créeme, tengo ganas de lágrimas al evocar sus palabras. “Mira, Jaime, hay un momento en que Jesús dice una frase tremenda: ‘Hermanos, los hombres de las tinieblas son más sagaces que los hombres de la luz’. Inevitablemente me cortarán la cabeza como a todos los soñadores”.)

Te puede interesar