Opinión

La noche orgiástica

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photo_camera ILUSTRACIÓN: ALBA FERNÁNDEZ

Todos los que nacimos en la “raia”, al llegar estos días de Entroido sentimos algo flamígero en el alma. Es como si el valle de Verín invitase a bailar al diablo.

Mira tú, tendría yo siete años y muchas noches corría a refugiarme a casa asustado. Ya un mes antes del festejo estallaban grandes explosiones en las calles. Créeme, las casas temblaban.

Tiempos difíciles aquellos. Los jodidos gobernadores civiles de bigotillo estrecho y camisa azul perseguían con saña a quien osara disfrazarse y amenazaban con fuertes multas a quien tirase petardos en las calles. Pero los verinenses, esos días escuchábamos la risa que vive en las tinieblas y grita “¡enlódate!”. El “raioto” tiene algo furtivo en la frente y crece obligatoriamente transgresor.

Ah, los petardos. Había un pirotécnico portugués al que los carnavaleros encargaban verdaderas bombas que estremecían las calles. Lejos de estos cigarrones “light” y pintorescos de hoy, entonces salía un grupo con poderosas chocas y un buen látigo que arreaba estopa aquí y allá, invitándote a rescatar tu lado oscuro. En las calles y en los bares se cantaba aquel himno lamentablemente olvidado: “Ay, yo la vi;/ yo la vi/ y como era de noche no la conocí…” Buenos tiempos. Qué atmósfera perturbadora esos días. La consigna, hermano, era recordarte que estás en este puñetero mundo para gozar. No arrojes la toalla en tu combate con la vida.

Tiempos de contrabando, bares abiertos día y noche, pesetas y escudos en las mesas. En los reservados no cesaba aquel juego feroz ya olvidado en el que podías ganar fortunas o quedarte lleno de deudas. Cuentan de un fulano lusitano: lo había perdido todo en la noche orgiástica. Como tantos portugueses, llevaba un revólver escondido en el cinto. Era ya una madrugada de licor café. La última jugada, va el tipo y pone el arma en la mesa: “No tengo nada que apostar, esto lo aprendí en Angola, me juego la vida a la ruleta”. El espíritu del Entroido hizo que todos aceptasen el reto. Tuvo suerte.

En Laza, las hormigas rabiosas, una marabunta, están listas para acosarte como un castigo de los viejos inquisidores de Toledo. Dicen que cuando se te clavan en la espalda atraviesas la noche negra con rostro despavorido.

Ay, hermano lector, excusa mi nostalgia, habría que recuperar el blues de aquellos carnavales vivos, transgresores y clandestinos lejos de este ballet de sombras y carrozas que circulan con certificado de buena conducta. Que el Cigarrón retorne a golpear las viejas culpas, los miedos y abra las compuertas de los bloqueos.

Ya conté de una vez en que la fiesta se nos fue un poco de las manos. Aquel lejano martes colgaron una jaula en la plaza. Pagaron a un paisano para que accediese a encerrarse. El desmadre hizo que nadie le abriese la puerta. Las llaves no aparecían. Aquel tipo pasó dos días encerrado en la jaula. Fue un espectáculo cruel. Ay, también un aullido por la sagrada libertad. Mirado ahora, fue puro teatro de la crueldad del que habla Antonin Artaud: crear escenas impactantes que dejen huella en el espectador y lo marque para siempre. Sí, la escena límite está grabada en el imaginario colectivo de todo el que ha crecido en la “raia”.

En mi niñez, las máscaras eran muy elementales y artesanales. Siempre había tres o cuatro Charles Chaplin, dos o tres Cantinflas, los indios del cruel general Custer, las mascaritas que te perturbaban aquí y allá. Hasta vi paisanos con la metálica careta de la máquina de sulfatar.

Qué será de aquella mujer en aquel martes de carnaval. Alguna vez escribí sobre ella. El local hervía, la máscara de Frida Kahlo escondía una mujer madura, atractiva, su marido, un prestigioso abogado. Te cuento, seguro fue la única vez en su vida. Va y enmascarada arrampla con un joven atlético al servicio de mujeres. Pasan breves minutos. Se oyen gritos y lloros. Alarmado, el barman entra. Él tiene grandes arañazos en el rostro y ella llora en el suelo con la máscara rota. Le grita: “No cumpliste lo pactado, cabrón, me arrancaste la máscara”.

(Uno de los días más felices de mi vida fue cuando hice de pregonero del Entroido en la tierra que más amo. Ay, mi Verín siempre “fronterizo y clandestino”. Allá estaba yo en la plaza. La plaza general del mundo. Me armé de valor y me dije: “El hombre que hoy eres no ha de decepcionar al niño que fuiste”. Qué carajo, de qué iba a disfrazarme, pues de lo que soy, un hippy quizás un poco trasnochado. Hasta me las arreglé para lucir unas gafas redondas igualitas que las de John Lennon. Ay, las gafas redondas que se rompieron a la puerta del edificio Dakota en Nueva York…)

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