Opinión

La sargento Carla

Ilustración: Alba Fernández
photo_camera Ilustración: Alba Fernández

DOMINGO, 29 DE MAYO

La tertulia ha estado muy entretenida, el profesor traía una página de una revista en que el analista jefe del Instituto de la Felicidad de Copenhague reflexiona sobre la felicidad. El músico recordó a Abderramán III, que vivió setenta años, escribió un diario meticuloso y solo marcó catorce días en que la felicidad lo rondó. El analista comenta: “Me parece muy pesimista pero era rey. Entonces, ¿qué puntuación pondrían sus vasallos?”. Pregunta el pintor: “Joder, ¿qué cojones es esto de la felicidad? Si no hay un puñetero día en que los nubarrones no cubran al ser humano”. Interviene el profesor muy reflexivo: “Mirad, yo llevo muchos años estudiando los filósofos orientales y la conclusión es sencilla, ¿qué es lo que más nos turba? Evidentemente el deseo, siempre deseando... esto, aquello, un porche, un amor, escribir un buen verso. Pero mira, yo aprendí que la felicidad es muy difícil de alcanzar pero si tú alcanzas ese estado de beatitud ya nada te turba”. Salta enseguida el psiquiatra: “Es un estilo de vida, pero nosotros somos occidentales y nuestra genética nos marca. Los investigadores ya dicen que incluso heredamos los deseos de nuestros abuelos y progenitores”. La tertulia se calienta. El profesor señala una frase de la entrevista, la periodista le pregunta al analista si tener un hijo nos hace más felices. La respuesta es desoladora: “Siendo honestos, las cosas buenas que trae un hijo no compensan para nada las malas. Desde que nació mi hijo soy más infeliz, duermo mal, todas esas cosas”. Los tertulianos quedamos desconcertados. Tal vez sea cierto “no estamos para ser felices, estamos hechos para sobrevivir”.

 

LUNES, 30 DE MAYO

Hoy se cumplen cuarenta años de la entrada de España en la OTAN. Ya está en la Moncloa un gran jefe de la OTAN, seguro que le ha dicho a nuestro presidente: “Venga, así como te lo digo, mamoncete, sube ya tus presupuestos para armamento, abre más fábricas de minas antipersonas, hay que ponerle a Europa una nueva dentadura de misiles”. Cuarenta años. Entonces éramos jóvenes y entusiastas y no queríamos saber nada con Estados Unidos. Qué ingenuos. Íbamos todos con nuestros cánticos, nuestras banderas, caminando hasta la base norteamericana de Torrejón de Ardoz. “Americano, lárgate”. No hace tanto, el psiquiatra Rojas-Marcos escribió que hay una generación que arrastra todavía el trauma de aquella herida de la entrada de este país en la OTAN. Y es bien cierto. Ay, Felipe, Felipe, con cuanta trampa doblegaste la voluntad de este viejo trozo de mundo. Todo dios estaba en contra, cantautores, poetas, escritores; cierto, y las encuestas que eran todas muy desfavorables. Después de aquella tramposa pregunta sobre el referéndum, OTAN de entrada no, vaya chanchullo que montaste. Recuerdo a Antonio Gala liderando la oposición. Había conciertos en la calle, Ana Belén cantaba “No” y he de contar algo que me hizo respetarle: mi amigo Miguel Ríos dio un concierto inolvidable en la ciudad universitaria, cientos de miles de personas estábamos allí. Pasó lo que pasó y he de contar que Miguel, entonces amigo de Felipe, invitado con frecuencia a su bodeguilla en la Moncloa, nunca volvió a ser amigo del presidente sevillano y no volvió a acudir a sus reuniones de artistas. Y es bien cierto, con la entrada en la OTAN aquel 30 de mayo de 1982 acabó la Transición y el sueño de un país más independiente, más democrático y participativo.

Lo único bueno de aquellos años de protestas a Torrejón eran aquellas chicas macizas y atléticas, tal vez sargentos y oficiales. Te cuento, hermano, hermana. Los fines de semana llegaban ellas con sus grandes coches Ford a la puerta del club Stones, allá en la calle Villalar. Era un club en que sonaba blues, buen rock y de vez en cuando actuaba alguna banda de la base. Entraban ellas con hambre de fiesta quizás después de haber pilotado un B-52 por los cielos de Europa. Cómo bebían las condenadas. De vez en cuando se escuchaba en la barra: “Mi españolito torero”. A nosotros, entonces progres, nos jodía mucho eso de torero. No paraban, sudorosas, de cimbrearse en la pista. Ay, cada hora o así, el disc-jockey pinchaba música lenta, Ray Charles era el más amado. Qué le íbamos a hacer, era nuestro momento de españolitos salidos. Qué habrá sido de Carla, aquella militar portorriqueña que hablaba nuestro idioma y me descubrió el bloody mary y el vodka con menta. Como todas ellas, era ingenua, abierta y confiada. A última hora, todas parecían padecer de urgencias sexuales. No era extraño, como con Carla, por la mañana muy temprano te despertase una mujer sorprendentemente fresca, perfectamente uniformada con los galones de sargento. Cierto, algunas veces Carla me despertaba con “Hey Joe”, de Jimi Hendrix, y un bloody mary para la resaca. Un día se despidió: “Me voy a nuestra base cercana a Berlín”, y puso en mis manos una insignia brillante del cuerpo de marines de los Estados Unidos.

JUEVES, 2 DE JUNIO

Hoy es el cumpleaños de nuestro tertuliano el profesor. Cuando llega, todos le cantamos el estribillo de la vieja canción de Pink Floyd “Maestros, dejad en paz a los alumnos”. Brindamos y dice él: “Cuando tenía veinte años, me propuse no pasar de los cincuenta y mirad, ahora pienso que nadie debe perderse esta vida por el exceso de cicatrices. Estoy hasta los cojones de mis alumnos en esta época de exámenes. Al menos aquí todavía son dóciles, mis colegas americanos cachean uno a uno al entrar a clase, en la mesa una buena arma y anda suelta una epidemia de matanzas en los centros de enseñanza. Hay que joderse, aquí parece que los preparamos para ser obligatoriamente mediocres”. Toca brindar, hay un silencio y por fin es el profesor quien dice: “Qué cojones, aprobado general”.

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