Opinión

Las chicas del Drugstore

Eran los setenta y yo caminaba con el poeta oral Carlos Oroza por Madrid. Era un mes como hoy y él recitaba su inevitable poema, “Malú”: “Hoy en ferragosto o julio triste prohibido e inasequible. Solo, oh eva. Évame eva…” Alguna vez dijo: “Paseo mi derrota por las calles”.

Te cuento, media década la pasé a su lado, vamos, fui como su lugarteniente hasta que un día sucedió algo extraño y hui de su lado. Aprendí mucho con él. Flaco, escuálido, mejillas enjutas y siempre perfumado. Su mente certera.

Recuerdo el día en que llegué al Café Gijón a conocerlo. Iba de parte de mi amigo Diego Bardón, aquel torero extremeño prohibido por el franquismo. Nunca fue adelante su proyecto de una corrida en la plaza de toros de Carabanchel, participarían músicos y poetas. El comediógrafo Fernando Arrabal y el escritor Jodorowsky serían los padrinos. Bautizaron a Diego como torero “Pánico”. En las gradas estarían faquires, yoguis y monjes. Diego decía: “En estado de trance soportaré los embistes del toro y el animal no me herirá”.

Volvamos al Café Gijón. Allá me fui, a la mesa junto al ventanal donde Oroza despotricaba sobre este puñetero mundo. Me acogió paternalmente. Siempre había un corro de personas escuchándolo. Sabía seducir a los poderosos con sus poemas y darles unos sablazos del carajo. Entonces era una celebridad. Te miraba y te espetaba, por ejemplo: “La cuota de dolor que te asignan los dioses es larga, hermano”.

Cuánto caminé a su lado. Atravesábamos Gran Vía, apenas nos deteníamos en la plaza de España y en un pispás estábamos en un tugurio que él amaba allá en Princesa. Avanzábamos con paso rápido, como a la búsqueda de romper un maleficio. Me decía: “Hay que caminar para que no se apague la vida como apátridas y peregrinos”. “Hoy en ferragosto o julio triste prohibido e inasequible. Solo/ Parece entonces como si yo y yo fuésemos dos personas que se persiguen mutuamente”.

Una tarde decidió no regresar al Gijón; me dijo: “Aquí terminaron sus tiempos de esplendor”. Nos costó dar con otro café de aura lírica. Por fin, dimos con nuestros huesos en el Café Lyon, allá frente al viejo edificio de Correos. En esos años, lector, el café era el hogar. Cuántas tardes en La Alemana: el mítico café donde hacían una pausa las furgonetas Volkswagen llenas de anglosajones soñadores con destino a Katmandú.

Era inevitable, a media noche abrevábamos en el Café Comercial. Carlos solía decir: “Este café tiene la señal y el sello de los profetas”. Otra vez, largas conversaciones. Poemas recitados. Así, hasta las dos de la madrugada. Conclusiones: “Este mundo no merece que se derramen lágrimas por él”.

Pero continuemos con nuestra ruta. En esos años hubo unos inmensos locales que hicieron más hermosa la noche. Algún empresario cercano al régimen inauguró el primer “drugstore” en la calle Fuencarral, inaudito en aquellos años. Abierto sin interrupción. Era todo un edificio, al alba podías comprar un libro, negociar algo clandestino o beber solitario en una mesa. Aquello no duró mucho, claro. En la madrugada se concentraban allí todos los malotes, camellos, chulos, poetas sin fortuna y todas las chicas que salían de sus clubs. Esas que cantaron los Burning: “Siempre cuando se van me dejan algo,/ pero tú ya sabes cómo son/ las chicas del ‘drugstore”. También acudían periodistas, reporteros, artistas y toda la farándula.

Ay, recuerdo la estampa: en una mesa, el inolvidable Novalis, aquel corresponsal de Le Monde que escribía crónicas antifranquistas. Mira tú, en la mesa de al lado siempre estaban vigilantes dos policías de la brigada social. Él les sonreía irónico. A veces le decía al camarero: “Cóbreme lo de esos dos señores, esos siempre tan pegados a mí”.ilustración Alba Noguerol

Ciertos días sonaban fuera muy ruidosas las sirenas de los coches policiales. Redada. Ahí entran, grita el madero: “Todos con el carnet en la boca y las manos fuera de los bolsillos”. Siempre me pregunté qué don tenía Carlos Oroza. Por ejemplo, en esas redadas los maderos pasaban por su lado como temerosos. Jamás nos molestaron. A cualquier local de la noche al que iba con él, los porteros jamás nos cobraron entrada. Es más, nos abrían la puerta con cierta ceremonia.

(Cómo es la vida. Huía de la vejez y cumplió casi un siglo. Huyó de las bendiciones y hoy institutos llevan su nombre. Hoy Oroza es una leyenda.

Han pasado los años. Me doy cuenta que nuestro estilo de vida de entonces era el ideal para soportar una vida tan gris. A veces, Carlos desaparecía cuatro o cinco días y en todos los cafés me preguntaban por él. Un día, con mucho secreto, me dio un sobre cerrado. “Ábrelo si desaparezco más de siete bíblicos días”.

Pasó una semana sin noticias suyas. Indeciso, abrí el sobre. Una dirección. Allá me fui. Era en la calle Jardines, quizás la pensión más humilde de Madrid. Me recibió una señora con acento andaluz, mirada sabia y muy voluptuosa. Tenía el vago perfil de las madames. Presentí en el pasillo un brujuleo extraño. La mujer, silenciosa y sorprendida, me señaló la puerta más alejada.

“Carlos, Carlos... abre, soy yo”. Nadie abría. Golpeé con fuerza y escuché una voz delirante y debilitada. Jamás olvidaré la escena. Estaba tendido. Su única compañía era un botijo de agua. Allá al fondo había un magnetófono destartalado en el que supongo grabaría sus poemas secretos. Su estilo era de una oralidad radical. Olía a incienso. Su rostro empalidecido. Sus ojos acuosos. Sus vértebras parecían asomar. “No creas que vienes a cerrarle los ojos a un muerto. Sólo bajo a la oscuridad para ver”.)

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