Opinión

"Las chicas malas"

De vez en cuando nos reunimos algunos hijos de los 60. Fue el veterano fotógrafo Santiago Barreiros quien me dijo “Tienes que escribir de Mr. Flinn, aquel tugurio subterráneo en la calle Doctor Fleming, el primer antro musical de la ciudad y su dramático final”.

Todos guardamos silencio, la puñetera nostalgia nos invadió. Allí fue feliz una generación. La primera que escuchó a Led Zeppelin. Cuántas veces sonó “Stairway to heaven”. Ay, hermano, allí tuvimos el mejor disc-jockey de la historia de Auria. El mítico Adolfo Majarón. Qué tío, se las arreglaba para tener la discografía que sonaba en Londres y California. Jamás estuvo vacía la pista. Aquella generación se inició en el rock en las pistas de los coches eléctricos. Inolvidable ‘Autopistas Camarero’, que con sus vetustos altavoces nos llenó de rock el alma. 

Pero vayamos a lo que me dijo Santiago: “Nadie lo hizo, así que has de contar el dramático final cuando Mr. Flinn quedó arrasado, tal si pasase una plaga bíblica”. 

Te cuento pues, amigo. Sucedió una lejana noche del 73 en que el local recibió la visita más inesperada. Serían las dos de la madrugada y lloviznaba en la ciudad. Verídico. Por fortuna la sala no estaba a rebosar como siempre. Ya sabes, abrevaban allí las ‘camadas’ más duras que llegaban siempre a última hora. A la puerta las Ducati, sus favoritas, y los coches con los cristales tiznados de negro. Ay, los chulos ya tenían en su cartera los billetes que ellas habían sacado del sostén.

Al fondo las ‘camadas’, aquellas duras pandillas de los barrios. ¿Recuerdas? Los Gori, Luis, Nazario, Machote, los Canitrot, que marcaban su territorio y no dejaban acercarse a los de otras bandas a sus chicas. 

Pero vayamos a aquella dramática noche del 73. Dos coches grises Seat 1430, matrícula Pontevedra, se detienen lentamente a la puerta de Mr. Flinn. Enseguida bajan ocho, tal vez nueve fulanos, todos de cuero como uniformados. El que mandaba, cercano al 1,90, gafas negras y pasamontañas. De entrada, el tipo cogió al portero como a un muñeco, lo empujó escaleras abajo, tomó su llave y cerró la puerta del local. De inmediato arrancaron los cables de teléfono de un tirón.

“Venga, mamoncetes, todos de rodillas y besando la pared”. El único que se atrevió a decir algo fue Adolfo Majarón. Le cayeron hostias de todos los lados. Eran tipos curtidos en gimnasios, tal vez boxeadores. El líder lo empuja a patadas. “Quiero escuchar muy alto y sin interrupción ‘The end de ‘The doors’, y venga mamoncete, canta conmigo: ‘Este es el fin / mi único amigo el fin”. 

Todo fue breve y cruel, como en ‘La naranja mecánica’. Algunos llevaban enganches de acero en los dedos para golpear con más dureza. Con su bate de béisbol cada uno hizo su trabajo. Destrozo total, meticulosos como los nazis en los guetos de Varsovia. Las navajas albaceteñas rasgaron todos los asientos. De vez en cuando, los fulanos daban alguna patada a los asustados arrodillados. ‘The end’ sonaba y sonaba, amenazadora. Sólo respetaron una botella de Jack Daniel´s, que bebieron para despedirse. Todo quedó desolado. Créeme, estaban tan violentos que temimos iban a prender fuego. 

El local Mr. Flinn lo había ideado Seara, un buen futbolista ourensano. En la cuidad se decía “Las chicas buenas van al cielo; las malas vienen a Mr. Flinn”. Pero te cuento por qué la vendetta. Un mes antes, habían estado en el local tres chicas viguesas y sus acompañantes. Los fulanos se comportaron altivos y despectivos. Cuando es así y hay chicas por medio, la gresca es inevitable. Se fueron abochornados y humillados. Alguno molido a palos. En la puerta uno de ellos sangrando escupió “Esto no va a quedar así”.

Mr. Flinn cerró para siempre. Duró poco, tres o cuatro años. Allí fue feliz una generación. Ay, todavía la inocencia cubría la ciudad. Como mucho, se fumaban los canutos de hachís y el kif que traían los legionarios de Sidi Ifni y Melilla. A veces, las pandillas ourensanas, las del Jardín y del Puente las más duras, se citaban en la ribera del Miño para zanjar sus problemas. Alguna noche el filo de las navajas brilló bajo el viejo puente romano.

(Ay, después, avanzaron los 70. Y como una granizada que se lleva los mejores frutos, llegaron las drogas duras y se jodió eso tan sagrado: la amistad. Se acabaron las pandillas y los sueños. Ya sabes, hay una generación ourensana en tumbas, algunas sin numerar. Muchos eran hijos de Mr. Flinn.)

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