Opinión

Libertad es alas

Jueves, 1 de abril

Se acaba de ir uno de los últimos artistiñas. Se fue silenciosamente, apenas alguna breve necrológica. El concejal no envió ni una flor y la ciudad ya no derrama lágrimas por sus artistas.

Era el más auténtico, el más de verdad de su generación. Como todos ellos, Vidal tenía una melancólica cicatriz ourensana en la mejilla.

Qué generación la suya. Ay, una generación que lideraron Jaime Quessada y Acisclo allá a finales de los sesenta. Cómo te diría, de alguna manera todos nacieron en los brazos de los Nós.

ALBA FERNÁNDEZIlustración: Alba Fernández

Recordemos los inicios. Si los Beatles tuvieron el Cavern Club; ellos también tuvieron su santuario. Ah, el ya mítico bar de Tucho. Por allí abrevaba Vicente Risco al que se acercaban los jóvenes pintores para escuchar al sabio que mejor ha conocido al diablo. Cielo santo, tras la barra aquel hombre de espeso bigote, cigarrillo muy al estilo de Rick en su café de Casablanca. Alguna vez leí que Bukowski se pasaba horas buscando el local con el barman idóneo ante el que beber en silencio. Cierto, para el escritor americano, el bar de Tucho sería sin duda su local favorito.

Allí se cobijaron aquellas camadas de artistas. Todavía eran tiempos de inocencia, esperanza, arte y fiesta. Las paredes del local estaban llenas de murales, dibujos, poemas e incluso declaraciones de amor. Recuerdo aquella frase en rojo “La libertad es alas”. Al lado, escrito con perfecta caligrafía “El ayer no resucita”. A esta generación también se le conoce con el nombre de generación Volter. Fue Risco, que había sido cliente de un local con ese nombre en Zúrich, quien lo bautizó. Y un día después de una larga tertulia, el escritor ourensano ordenó llenar los vasos de los que estaban a su alrededor. Después dijo “Desde hoy se os conocerá con el nombre de artistiñas”. Cuentan que los aconsejó con la cita cervantina “El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho”. Como si les empujase a caminar a cada uno tras su sino.

Vidal Souto tomó su consejo y encontró su Itaca allá en Brasil. Y en cuanto su saca se mediaba de plata, partía de inmediato hacia Salvador de Bahía. Mira tú, él, siempre introvertido, reflexivo, con las palabras precisas, allá en las idílicas playas encontró la alegría, la risa y, quizás, eso tan inasequible que se llama felicidad. Pasado un tiempo sin noticias suyas, regresaba henchido de duende, samba y macumba y se encerraba en su estudio en Osebe, en la rural Ribadavia. Sus cuadros entonces estallaban como relámpagos; laberínticos; a veces un grito en la noche, otras llenos de seres extraños. Siempre perturbadores. Dice su colega Alexandro “Era un tipo extraño, como buen artista vivía ausente, alejado del mundo real, no tenía ni teléfono móvil”.

Cuando Vidal Souto vivió una temporada en Madrid, nos veíamos con frecuencia. Eran los setenta y aún tenía en la cabeza restos de su sueño de ser boxeador. Algunas tardes íbamos a un garito de boxeadores que había en la calle Leganitos. Tenía un gimnasio y a la entrada un pequeño bar. No me dejaba salir de allí, fascinado por el olor a linimento, los golpes en el saco y las voces de los entrenadores. Allí vimos con admiración a Dum Dum Pacheco. Al hispano cubano Legrá siempre cercano y sonriente, y a Folledo; este era nuestro favorito y aunque no llegó a campeón de Europa, su elegancia en el ring nos conmovía. Eran tiempos en que después del fútbol, el boxeo era el deporte más practicado en España. Al salir del local bromeaba “Tú conoces los cinco delanteros del Real Madrid, pero no conoces nuestros cinco campeones mundiales” y recitaba “Berenguer, José Legrá, Perico, José Durán y Miguel Velázquez”. Yo le decía “Falta Pedro Carrasco”. Él respondía “Eres un indocumentado, a Pedro le quitaron el título unos meses después los árbitros”.

Recuerdo que me habló de otra gran ilusión frustrada. “Qué feliz me haría ser músico clarinetista de una buena banda como La Lira, ese caminar marcial, los trajes azules limpios, el gorro y delante con orgullo y la cabeza alta, el director. En mi niñez tocaban en la iglesia en el momento de la consagración y a la salida en el atrio a veces sobre las tumbas; aquellos músicos dormían en casas de los paisanos de la aldea y eran tratados como príncipes”.

(No voy a revelar los nombres. Lo que cuento refleja el corazón y la ética de este pintor excepcional. Hace un tiempo, un político importante citó a tres pintores ourensanos en un café. Yo estaba presente. Comenzó a seducirlos con una exposición a lo grande de los tres. Incluso planteó que la exposición recorriese algunas ciudades. Expectantes, los pintores escucharon la oferta con gran emoción y al final, se brindó con licor café. Cuando se iba a levantar la reunión, el político dijo “Hay algo más. El domingo tendremos una fiesta del partido. Sólo os pido a cambio que asistáis, que el presidente y las cámaras vean que estáis con nosotros”. De inmediato, dijo el primero “¿A qué hora hay que estar allí?”. El segundo, con docilidad perruna “Cuente conmigo”. El político mira a Vidal Souto que se ha puesto en pie, y dice digno “Eu non vou”. Antes de irse, mira el reloj, y dice lacónico a sus colegas “Teño que darlle de comer ós cans”).

Vivimos tiempos en que el arte parece estar desprestigiado. El desasosiego nos ronda. Quizás sea el tiempo de rodearse de belleza. Te invito lector, lectora, a que en un homenaje personal, visites las obras del artistiña fallecido y de los suyos, en la colección “Os nosos fondos” del Museo Municipal.

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