Opinión

Mesa reservada

Ilustración: Alba Fernández
photo_camera Ilustración: Alba Fernández

MARTES, 10 DE ENERO

Hoy quiero hablar de los barman. Ya escribí alguna vez que Hemingway se pasaba muchas horas buscando el barman de mirada sabia ante el que emborracharse en silencio. Pero hermana, hermano lector, te cuento de un singular suceso que me acaba de ocurrir en un local de la ciudad.

Sí señor, mi héroe es un barman de la ciudad, un joven que conserva los valores de aquella generación de camareros que todavía te escuchaban. Sin duda, Hemingway bebería hasta hartarse ante él.

Te cuento. Siempre tomo mi porción de pizza en su local. Manuel, nuestro héroe, siempre tiene un tiempo para mí. Sucedió que pedí mi pizza y puse mi móvil en un ventanal muy cerca. La engullí y cuando me doy vuelta observo que mi teléfono móvil no está allí. Como soy tan despistado, pensé: quizás lo haya dejado en el anterior local en que estuve. Allá me fui a toda prisa. No estaba. Cuando regresaba desolado veo que Manuel viene corriendo hacia mí con mi teléfono en las manos.

Ahora ocurre lo extraño de esta historia. Le costó contármelo: “Cuando saliste apresurado, yo sí recordé que tu teléfono había estado en el ventanal. Pregunté a todo el mundo, no hubo respuesta. Lo cierto es que todavía estaban allí los mismos clientes. ¿Sabes?, yo me crie en un barrio muy duro donde espabilé para la vida. Tiene que tenerlo alguien de los que están aquí, me dije. Tuve como un flash y como tengo tu número, lo marqué. Hay que joderse. Sonó en el bolso de marca de una mujer elegante de la que jamás desconfiaría”.

Bueno, no voy a dar más datos. Imagine el lector el rostro azorado de la mujer…

JUEVES, 12 DE ENERO

Siempre me han fascinado los bármanes. Va desapareciendo la última generación, aquellos que te veían entrar por la puerta, llamaban por tu nombre, leían tu estado de ánimo e intuían tus desdichas. Después, te servían con calidez y se aprestaban a escucharte con atención devota. Siempre pensé que un buen barman es mucho mejor que un caro psicoanalista.

Me viene ahora a la mente aquel camarero del café Comercial de Madrid. Antonio se llamaba y, cómo te diría, velaba por sus clientes. Siempre erguido, el paño en el brazo. Tiempos en que las tertulias florecían. Tenía algo paternal con nosotros, tan jóvenes que, cielo santo, aún pensábamos en la revolución. De vez en cuando, yo mismo le decía: “Antonio, necesito mil pesetas”. De inmediato, discretamente sacaba su cuidada cartera de piel.

Quizás lo haya contado, pero no está de más recordarlo. A eso de las once de la mañana entraba todos los días el alcalde Tierno Galván, el “viejo profesor” tan querido. Antonio sólo hacía esa excepción. Colocaba un cartel: “Mesa reservada”. Entraba el profesor rodeado de punks con cresta altiva a los que le gustaba invitar a desayunar. Te juro, hermana, hermano, que hablaba con ellos en un lenguaje cheli, tratándolos de colegas y troncos. Él, que había sido el gran padre de la Movida madrileña. Él, que había hablado con un papa en un perfecto latín. Tengo marcado en mi mente aquel 19 de enero del 86. Había fallecido don Enrique. Cuando muy de mañana entré en el Comercial, llegaba también Antonio con unos claveles en la mano. Con arte, levantó a unos clientes que ocupaban su mesa favorita. Colocó con mimo los claveles. Ese día nadie se sentó allí.

Ah, los bármanes. Quizás no los mejores, pero los más peculiares taberneros que he conocido han sido los irlandeses. ¿Recuerdas, Alexandro, amigo, ahora que abandonaste Auria y andas por Muxía con tu taller al lado del furioso mar? Entonces nos gustaba ir de aquí para allá. Aquellos días, extraviados, dimos con nuestros huesos en Belfast. Agobiados, entramos en un pub; tú con tu carpeta de dibujos y yo con mi cuaderno de poemas. Conque allá andabas tú entre los clientes tratando de vender tus acuarelas. Subsistíamos más por tus obras que por la venta de mis poemas, pero aquel no era nuestro día. ¿Recuerdas?, en nuestros agónicos bolsillos apenas una libra irlandesa. ¿Recuerdas?, el tabernero de rostro rojizo, barba y grandes bigotes, orondo vientre, su magia al tirar la cerveza. Desde la barra, nos llama: “Spanish, spanish!”. Españolitos nosotros, yo me dije: nos va a echar del pub. Cielo santo, va y te pide que muestres sobre la barra los dibujos. Toma con decisión una acuarela y nos sirve dos pintas grandes y las hamburguesas más ricas que tomé en mi vida. Nunca olvidaré a los violinistas al fondo, tocaban el tema “Fields of Athenry”. La negociación fue buena, allí estuvimos hasta salir tambaleando.

(Ay, hasta avanzada la larga posguerra, hace nada, en los bares de España lucían letreros que decían “Prohibido blasfemar” y el más cruel “Prohibido cantar y bailar”. Ojalá en los carteles luciera la cita cervantina: “Donde música hubiere, cosa mala no existiere”).

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