Opinión

El niño de los telegramas

Jueves, 4 de febrero

Mira tú, tengo listo mi artículo cuando leo ahora el cálido obituario de Chicho Outeiriño a Augusto Valencia. Me quedo de piedra. Ay, mi querido Augusto. No hace tanto, cuando asistías cómplice a nuestra reflexiva tertulia en el café Princesa, liderada por Víctor Campio, me dijiste: “Estoy en los noventa, si cuando me vaya escribes de mí, me llega con que digas ‘no fue ningún cabrón”. Después te echaste a reír, testigos de la escena son los tertulianos.

Vaya apuro, ya lo contó todo Chicho. Allá voy, contaré mis vivencias a su lado y, como un bardo griego, intentaré contar de su alma y sus batallas. Cómo te diré, hermano lector, lectora: pertenecía a la estirpe que seguía la máxima de Albert Camus: “Cuanto más viejo, más rebelde, nada tengo que perder”. Así era. Hará nada que, fiel a su estilo, le ayudé y acompañé en sus trámites para dejar de ser católico y apostatar.

Allá en los sesenta, era como un banco (de alimentos) en la época gloriosa de los “artistiñas” en el Volter. Me contó Alexandro que cuando andaba por el mundo y se quedaba tieso, lo que ocurría con frecuencia, lo llamaba y él de inmediato corría a hacer un giro telegráfico. A mí me dio cobijo en tiempos difíciles y jamás se negó a mis sablazos en aquellos años un poco salvajes.

Busco en mi sobrecargada mente una palabra que lo defina. Doy con ella. Tenía esa virtud tan lamentablemente en desuso que parece ser ya una antigualla. Era sobre todo un hombre solidario. Ya sabes, ser solidario es apoyar causas que hacen mejor este jodido mundo. Era el primero en ayudar a los desgraciados que les caían multas por cuestiones políticas y de orden público. Por esta causa él también dio con sus huesos en la cárcel. Perteneció muchos años al Partido Comunista y era el encargado de las finanzas. Tuve en mis manos su libreta gastada llena de números apretujados. Como era un conductor avezado, el partido le encargaba trasladar a perseguidos políticos a Portugal conduciendo por pistas y enlodados caminos clandestinos. Siempre llegó a su destino. Me decía: “¿Sabes, Jaime, cuál es la mejor forma de repartir propaganda ilegal? -Yo guardaba silencio sorprendido-. Pones el fajo de cuartillas sobre las ruedas de un camión en calles transitadas, al arrancar las hojas vuelan y se esparcen por todas partes”.

ilustracoin_alba_noguerol_resultado

Había nacido en tierras de Xinzo, tierras que amaba. Su infancia fue dura en aquellos largos años de posguerra, “españolito que vienes al mundo,/ que Dios te guarde,/ una de las dos Españas te hará doler el corazón”. Me contó: “Casi no era ni adolescente cuando trabajé de repartidor de telegramas, sólo por las propinas. Yo sabía cuándo venían malas noticias, sobre todo de soldados fallecidos en África. Entonces, entregaba el sobre temblando. Otras, cuando las noticias eran halagüeñas, me quedaba parado en la puerta esperando que lo leyesen. Me solían decir: ‘¿Qué queres, neno?’. Y yo respondía: ‘Deme un trociño de pan”. Verídico.

Después vinieron años buenos. Augusto abrió una de las primeras agencias de trámites burocráticos y de seguros de la ciudad. También fue de los primeros en tener una academia de conductores. La anécdota me la contó Adolfo, uno de sus empleados: “Un día nos rebelamos todos, alguien le dijo: ‘Augusto, esto va muy bien, no damos hecho, tienes que subirnos el sueldo’. Él nos miró a todos de uno en uno, lentamente, y sólo dijo: ‘Escribid en este papel lo que consideráis razonable”.

Augusto casi vivió el siglo XX completo. Siempre estuvo cerca de los Nós y de los hombres de las artes y de las letras. Tertuliano impenitente estuvo en la mayoría de las tertulias, desde la del Liceo hasta la de Alvarado en el viejo restaurante Pingallo. Y, ya sabes, Alvarado estaba en sus antípodas, era un viejo falangista pura sangre. Sin embargo, los dos se respetaban y se querían. La nuestra, la de Princesa, fue su última tertulia. Cuánto hablaba de aquel Ourense deslumbrante que, tal vez sea cierto, fue la Atenas de Galicia.

Pero te cuento. Un día me enseñó unas grabaciones telefónicas que me impactaron. Estamos en el 1 de enero de 1979. Ese día muere de repente Blanco Amor en un hotel de Vigo. Allí nadie sabe qué hacer con su cadáver. Las noticias llegan a la ciudad. Aquí nadie toma medidas, como mucho se da un entierro anónimo. Fue Augusto quien lideró un puñado de los suyos y se plantó desafiante ante el alcalde: “Ha muerto nuestro mejor escritor y ha de ser despedido con honores”. Así sucedió. Cuando llegó el cuerpo, lo expusieron en una sala de honor del ayuntamiento. Después, en un día lluvioso, una multitud lo acompañó. Un día, Augusto me dejó escuchar las llamadas y conversaciones que tuvo con Alberti y Umbral aquel día. Escuché sus voces conmovidas, de inmediato enviaron sentidos escritos y publicaron largos artículos en periódicos de tirada nacional. Contaré una anécdota bien cierta. Al día siguiente del entierro, falleció un muchacho, casi adolescente, en un accidente. Los amigos del joven querían demostrarle su afecto, apenas reunían dinero para unas míseras flores. No lo pensaron mucho, en la noche entraron furtivos en el cementerio y arramplaron con la corona más grande que vieron. Sirvió para honrar a aquel joven tan querido por sus amigos. Después, alguien dijo: “Seguro ha sido una gran alegría para don Eduardo”.

Se nos fue Augusto, un dandi, amante del color negro, largo de estatura, nadie lució con tanta elegancia un sombrero. Había algo secreto en él, como si tuviese las llaves de la caja negra de esta ciudad.

(Tengo delante una foto en que estamos Acisclo, Augusto y yo en el entierro del mítico Camilo de Dios, el guerrilleiro de Sandiás. Es una foto espléndida que nos hizo a escondidas la entrañable Rosa Veiga. En la imagen, estamos los tres muy tristes. Augusto sostiene una flor roja en la mano.

Justo cuando pasa ante nosotros el féretro, espontáneo, arroja la flor y recita con voz herida: “Por las llanuras y las montañas,/ guerrilleros libres van./ Que el futuro no se olvide cuál fue nuestra misión,/ derrotar al fascismo que en España se instauró”. Era el himno guerrillero que le había enseñado su íntimo amigo de Sandiás.)

Te puede interesar