Opinión

No usar. Fuera de servicio

El viejo barman de un pub de la ciudad me lo contó anoche.

“No, por favor, no me preguntes datos sobre ella ni que te dé pistas de quién es. En los locales en los que trabajé en Irlanda aprendí que un barman ha de ser discreto, hacer pocas preguntas y limitarse a lo suyo.

Me sucedió este martes de carnaval. Ella es una mujer madura, elegante, todavía atractiva y educada. Una o dos veces por semana acude a mi pub con su marido, un hombre callado, pensativo y adinerado. Con el tiempo nos hicimos amigos, nos contamos chistes y esas cosas. Siempre noté que ella buscaba cierta complicidad en mí. A veces me cuenta algún secreto de alcoba y nos reímos.

Este martes de carnaval me llevé una gran sorpresa. No la reconocí en su disfraz de Frida Kahlo. Su máscara la había diseñado alguien con delicadeza. Vestía ropas holgadas, igual que la atormentada pintora mexicana.

Pero te cuento. Sería media noche, el local a reventar, la samba brasileña hacía mover las caderas de todos los clientes. Ella se sitúa en una esquina, va y me pide un bourbon. En el posavasos escribe: ‘Esta noche quiero ser mala, sé mi cómplice’. Debajo escribió su nombre. Me costó creer que era ella. Aluciné y decidí vigilar sus movimientos. Contra su costumbre engulló casi de un trago la copa. Después, permaneció en la barra observando. Imagínate, en una noche así, carnavalera, todo el mundo está colocado.

De pronto miro al fondo. Ya había elegido. La veo de la mano de un tipo atlético que no cesa de reír. Me aproximé y escuché: ‘Estoy fascinada ante ti, una sola condición: no me quites la máscara’. Asombrado vi cómo arrampló con él y lo arrastró hasta el servicio de mujeres. De la sorpresa me bebí un gin tonic también de un trago. De pronto recordé el mensaje: ‘Sé mi cómplice’. No era cuestión de ponerme de centinela en la puerta, opté por colgar el cartel ‘No usar. Fuera de servicio’.

Seguí con mi trabajo, el barullo era tremendo. Eché una ojeada y los vi salir. Primero ella. Después él, directo a sus colegas a contarles su hazaña. Con rapidez retiré el cartel de ‘No usar’.

A pesar de tanto jaleo, ella logra acercarse a la barra. Otro bourbon. Pues sí, créeme, sucedió otra vez. Allí estaba, ahora, de la mano de un espadachín. No lo escuché pero percibí que él asentía con la cabeza. Aceptó dócil la condición previa. Qué iba a hacer yo. Era su cómplice. Otra vez colgué el cartel ‘No usar’. ¿Sabes?, esta vez fue todo muy rápido. Despachó al espadachín enseguida.

Salió a la calle. Pensé: su noche terminó. Poco tiempo después, una diablesa con cuernos puntiagudos me pide bourbon. ¡Cielos, es ella!, se ha cambiado de disfraz. Ahora su presa es un tipo alto, de ojos acuosos, que viste chaqueta negra, con clergyman y alzacuellos. Trae una resplandeciente cruz en el pecho. El tipo ‘monta’ su número: a veces bendice aquí y allá. Ella le dice reidora: ‘Padre, como en el bíblico pasaje del fruto prohibido, hay una condición: no has de quitarme la máscara”.

(“Otra vez el cartel. Ay, a veces lo que más temes, sucede. Escucho gritos. El fulano sale con el rostro arañado y el gesto enfurecido. Amigo, un barman ha de resolver rápido. Cuando entro, ella llora en el suelo. Muy cerca, su máscara hecha trizas. Como pude, cubrí su rostro con un abrigo viejo. Sorteamos con dificultad el largo trecho hasta la salida. Con el barullo nadie se fijó. Pero su mano, enlazada a la mía, temblaba. Ay, como si todos los ojos que estaban allí fuesen los de su marido. ¿Recuerdas la película ‘La letra escarlata’?, pues así iba. Pero era su cómplice y cumplí. Ninguno dijo una palabra en el coche. La dejé justo en su puerta. Sólo le dije: ‘Me he quedado con el careto de ese fulano”.)

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