Opinión

Por nuestros pecados nos conoceréis

Un día a la semana nos reunimos cuatro amigos para caminar por senderos angostos al lado del Miño. Uno de ellos, psicólogo, nos insiste en que abracemos a los viejos árboles para curar las heridas del alma. Ahora que la conversación ha mutado con las redes sociales, quizás sea el tiempo de rescatar el diálogo socrático. El griego decía: “Ojalá pises tierra que no haya pisado el humano, ojalá escuches el grito estridente d ave y te despierte”.

Te cuento. Mientras caminamos, decidimos el tema a debatir. Por supuesto, nos alejamos de la cuántica y los números. Cierto, los grandes hombres son inútiles para los negocios de este mundo y se defienden mal cuidando de sí mismos.

Alguien propone: “Hablemos de este trozo de mundo, Ourense, de sus pecados y sus males”. Otro caminante: “¿Cuál es el pecado capital de esta ciudad de la que los libros dicen que es la más cantada por los poetas?”. De inmediato tuvo una respuesta. “Abunda en el sur de Europa, pero en Ourense es como una espada flamígera. Ay, la envidia. Su corazón padece de apariencia. Me pasó estos días, compré un coche de alta gama, no por ‘epatar’, sino por mi trabajo. Iba yo eufórico conduciéndolo pero nadie me felicitó ni me dijo nada. Ni dios. Creedme, percibí más bien la mirada turbia e inquietante de los vecinos. Hay que joderse: el del piso de arriba me temo que hasta enfermó. Otros cuchichearon ‘¿en qué negocios andará?”. 

Caminábamos a buen paso y el profesor dijo: “En otros países, yo lo vi: eres joven, estrenas coche y todo el mundo te da palmadas en la espalda y te dice: ‘Qué bueno que lo has conseguido, chico”.

De nuevo interviene el psicólogo: “Mi padre es constructor. Un emigrante en Suiza le encargó una casa en el pueblo. La obra iba avanzada pero al hombre el dinero no le alcanzó. ¿Sabéis qué decidió el fulano? ‘De momento no hay más dinero, constrúyame los dos balcones a todo tren, con la mejor piedra y todos los adornos’. Mi padre se sorprendió. ‘¿No será mejor ir haciendo las habitaciones?’ El fulano le respondió despectivo: ‘No, no, los balcones, quiero los balcones, para que los vecinos se jodan”.

Hubo discusión: “Eso sucede en todas partes, sobre todo en este puñetero país”. El profesor no está de acuerdo: “Eso de sufrir porque al otro le va bien es muy ourensano, muy de esta provincia olvidada, es una envidia genuina de aquí, diferente, habita en nuestros genes”.

Reflexiona el músico que nos acompaña: “Yo que ando con mi grupo tocando por ahí, he comprobado que es cierto ese dicho: ‘Ourense es la ciudad en que mejor se viste de España’. He ahí otro pecado nuestro, cercano a la envidia. Me pregunto qué ocultamos con ese afán de vestir las mejores túnicas. Es una ciudad de grandes cafés, locales lujosos. Me malicio, allá en el fondo tenemos eso que los psiquiatras de antaño llamaban complejo de inferioridad. Extraña ciudad esta. Somos tan hospitalarios con el forastero, y a veces tan crueles entre nosotros”.

Me toca a mí. Allá voy con otro pecado. “Una vieja prostituta muy sabia que regentaba un local en la calle Villar, la inolvidable ‘Abuela’, me dijo una noche: ‘Tú qué escribes, pon en letras grandes que Ourense es la ciudad más lujuriosa de España. Nuestra calle Villar marca un hito. Nuestros locales están llenos a rebosar. Como si los ourensanos anduviesen siempre salidos. En ningún lugar hay tantos ‘chulos’. Hasta viene muy discreto el gobernador con su bigote estrecho”.

El psicólogo matiza: “Pero las cosas han cambiado. Ahora son las barras americanas y los discretos pisos en los que a veces hasta se hace cola. Ay, casi como en aquellos no tan lejanos tiempos en que había una fila libidinosa esperando su turno para una sola mujer. ‘¿Acabas ya, cariño?”.

Hay un silencio. Pensativo el profesor interviene: “Todavía los miedos recorren las calles de la ciudad. Ahora que en todas partes la consigna homosexual es ‘dejarse ver’, aquí en Ourense, si observas, no verás a dos gais o a dos lesbianas naturalmente cogidos de la mano. O cálidamente abrazados. Lo digo con respeto: qué poco hemos evolucionado desde aquellos viejos años. No hace tanto de aquellas generaciones que, llenas de culpabilidad, se reunían al fondo de la Alameda para encuentros furtivos y clandestinos”.

(Regresamos lentamente. Alguien recuerda a Risco: “Qué singular ciudad ésta, llena de agua y hechizo. Si tienes su código en tu piel es como el Dublín de Joyce, te atrapa y sus hados no te dejan salir de ella”. ¿El antídoto contra nuestros males? Ojalá nos rescatase una generación como aquella que creció alrededor de la plaza del Hierro: las mentes más libres del siglo XX. Te hablo, hermano, de la Xeración Nós, tenían las claves para ser libres: “Ser bos e xenerosos”. 

Los astros dicen que es la ciudad favorita de los dioses, por eso a veces bajan lágrimas por su rostro. ¿Serán malos presagios? Mientras regresamos ya no vemos luciérnagas al lado del río.)

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