Opinión

Ojos en llamas

Mira tú cómo logré cierto trato con él. Ay, siempre tan huraño, distante y solitario. Siempre tan sabio. Ojos en llamas de los que han visto lo que los hombres no deben ver. Llegaba cada tarde a eso de las ocho al Café Comercial, se sentaba al lado de la gran cristalera. Como en el verso de Oroza: “Solo, prohibido e inasequible”.

Barba de tres o cuatro días, pantalón de pana muy gastado, el jersey tal vez con un leve agujero en el codo. A nadie nos sorprendía si algún día llegaba en bata de casa o con sus chinelas caseras. Siempre al lado su bastón a la manera de Machado.

Te hablo, hermano lector, de Sánchez Ferlosio. Permíteme insistir en sus ojos prolongados, vidriosos. Al fin, ojos de anfetamínico. No le importaba confesar su programa de vida: permanecer despierto cuatro días y después caer rendido y dormir veinticuatro horas. En alguna ocasión hizo una irónica oda a la centramina. Ay, la pastilla milagrosa que engulló toda mi generación en época de exámenes. Qué tiempos, hoy tan prohibida y en esos años hasta en los bares de carretera la despachaban a los camioneros que tenían que llegar a horas tempranas a su destino.

Te cuento cómo lo conocí. Supe por unos amigos que había acompañado a su mujer, Carmen Martín Gaite, “a tomar las aguas” a Verín, como era costumbre entonces en Cabreiroá. Quizás coincidió con José Manuel de Prada y su padre, que no fallaban jamás. Recuerda, hermano: la madre de Carmen era ourensana del pueblo de Piñor, donde pasó años de su infancia y adolescencia. Después, en sus libros, sobre todo en “Caperucita de Manhattan”, recreó un Central Park que parece suceder en los bosques ourensanos.

El poeta Antonino Nieto y yo nos atrevimos a sentarnos en su mesa, que tenía algo de sagrado. Aquel día, tras la cristalera, caía un aguacero del demonio. “Ah, Verín, qué buenos limpiabotas, cuánto brujuleo. Como yo soy noctámbulo me asombraba al ver tantos bares abiertos toda la noche. Recuerdo aquel hotel, Aurora se llamaba, con sus botones de almirante. A mi mujer le encantaba, pero era un milagro que por el grifo saliera agua caliente”.

Enseguida le hablamos con pasión de su libro “El Jarama”, para mí la mejor novela de posguerra. Desde luego, cómo metimos la pata. Al oír el título casi empalidece. Su mirada cambió hacia un desagrado profundo. “Quita, quita”, e hizo un gesto con su mano como exorcizando viejos demonios. Añadió: “Tolero que me habléis de ‘Alfanhuí”. Cierto, Ferlosio siempre huyó despavorido de la gloria para refugiarse en sesudos estudios lingüísticos.

Aquella tarde tan lluviosa de finales de los setenta, sentados en una mesa, Tonino y yo no nos atrevimos a recitarle aquellos versos suyos que tanto habíamos ensayado. “Vendrán más años tristes/ y nos harán más fríos/ y nos harán más secos/ y nos harán más torvos”.

(Pasaron los años. En los ochenta sólo había dos mesas reservadas en el Café Comercial: la de Sánchez Ferlosio y, muy cerca, la de Tierno Galván, entonces alcalde de Madrid, que llegaba a eso de las diez de la mañana y engullía lentamente su café y sus porras. Permíteme lector sólo un recuerdo. Don Enrique, el “viejo profesor”, era feliz en su mesa rodeado de chicos punk con alfileres y cresta altiva.

En un viaje a Ourense el poeta Víctor Campio me contó: “Justo en el cincuenta estábamos juntos Sánchez Ferlosio y yo en aquel Regimiento Farnesio de Alhucemas. Cuántos líos formábamos nativos y españoles. Él siempre estaba arrestado. E intimé mucho con él. Cuántos telegramas me dio para que en Tetuán los enviase a su novia Carmen. Cada cierto tiempo ella le enviaba cuarenta o cincuenta pesetas de sus libros vendidos (‘Alfanhuí’). Un día estábamos los dos arrestados y muy jodidos, yo me atreví a decirle: ‘Escríbele a tu padre para que nos saque de este infierno’. Ay, su padre era Sánchez Mazas, falangista, exministro… hombre de mucho poder. Cuánto me arrepentí de haberle dicho esto. En los tres días en el calabozo no me dirigió la palabra. Después retornó la sagrada amistad”.

Recuerdo la mirada sombría de Víctor. “Pasaron los años, me enteré dónde vivía. Timbré, salió una mujer. Le di mi nombre y mi tarjeta. Tardó en venir. ‘El señor no está”.)

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