Opinión

Ojos vigilantes

ALBA FERNÁNDEZ
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MIÉRCOLES, 15 DE MARZO

Alguien comentó el otro día que pronto sería el Día del Perro. Dice el contertulio abogado: “Pues en estos días ya nos está vendiendo El Corte Inglés el Día del Padre. El jodido Día del Padre. Cuando era niño, mi maestro de alas negras me obligaba a hacer una poesía a papá. Menudos sudores pasaba. Hasta hace nada, era una festividad muy importante. Al menos, no teníamos colegio. Tengo tan malos recuerdos que espero que mi hija no caiga en esta trampa comercial”.

Nuestro barman prepara con mimo nuestro gin-tonic. Como sucede a veces, hay un largo silencio. No sé por qué viene a mi mente aquel sangriento Día del Padre de 1949. Hay muchas leyendas en torno a ese día. Estoy hablando, hermano, hermana, del último maquis, el ya mítico Camilo de Dios. Allá estábamos en su casa de Sandiás poco antes de fallecer, el inolvidable Augusto Valencia, íntimo suyo, y yo. Conté una vez que me dejó poner su chaquetón de cuero que vistió clandestino por el monte. Había chorizos y buen vino. Yo le insistía en que me contase la verdad, qué falló aquel día de marzo del 49.

Camilo dudaba y miraba a Augusto que asentía: “Jaime es un amigo de confianza”. Me miró pensativo y sin más, me relató: “Bueno, todo el mundo sabe que yo fui un guerrillero, un maquis como mi hermano. Yo tenía 17 años cuando, perseguido, me uní a la guerrilla. ‘Bandoleros’, nos llamaban los guardias, cuando nosotros luchábamos por la república y contra la dictadura”.

Mis contertulios me escuchan con atención, me preguntan pero yo quiero ceñirme solo al error que hizo fracasar su objetivo. Cuenta Camilo: “Las órdenes eran liquidar a un falangista y a un militar, ambos con alma de verdugos. Bajamos cuatro a la ciudad, aquí teníamos nuestros contactos. Nuestro refugio era Montealegre. Aquel maldito día, dos de los cuatro salieron camuflados al cine Xesteira. Allí, alguien les daría la información precisa”. Se calla Camilo, engulle un trago y comienza a contarme la clave de aquel día: “Aquel día la ciudad estaba abarrotada, mis dos camaradas hicieron el contacto. Llevábamos mucho tiempo en el monte. Justo a la puerta del cine, uno de los dos dijo: ‘A cidade está chea, ninguén nos recoñecerá. Imos ata a rúa Vilar que hai moi boas mozas’. ‘Voltamos pronto’, dijo el otro. Pero eran tiempos de ojos vigilantes. Amigo, este es el error por el que tanto me preguntas. Pronto, sentimos los bombazos de la guardia civil”.

(Termino de hablar: “Todo terminó mal, se refugiaron en una casa en la Plaza de las Mercedes. Camilo despertó atado entre argollas y ante el verdugo encapuchado. El resto es historia. Solo él sobrevivió”).

JUEVES, 16 DE MARZO

Acaba de fallecer. Fundó la editorial ‘Ruedo Ibérico’ allá en París, una leyenda. Publicaba los libros que no se podían leer en España. Ay, en la antigua librería Tanco, no en muchas, te vendían los libros censurados en la trastienda. Hablo de Marianne Brull, que conocí en las tertulias del ‘Café de Flore’, allá en Saint-Germain-des-Prés. El café era un nido de republicanos españoles exiliados y allí acudíamos todos los españolitos para desasnarnos. Allí conocí a Paco Ibáñez, a Amancio Prada, al Príncipe Galín… Aún subsiste aquel maravilloso café. Cierto es, en sus mesas nació el surrealismo de André Breton, el existencialismo de Jean-Paul Sartre. Allí abrevaron Picasso, Dalí, Fernando Arrabal. Allá en los setenta, tuve la suerte de asistir a la tertulia de los martes del latinista Agustín García Calvo, el querido Agustín, que lideró aquella marcha antifranquista de la Universidad en los sesenta y se exilió en París.

Marianne era suiza, hija de exiliados españoles. Solía llegar a mediodía. ¡A cuántos cafés y cruasanes invitó a los españolitos que andábamos perdidos por allí! Ah, José Martínez, un hijo de libertarios, fue su compañero de aventuras con el que fundó la editorial. Cierto, él me enseñó a conocer y amar a Buenaventura Durruti.

Cómo no voy a recordar la Rue de Latran, número 6. Allí estaba la editorial y la extensa librería. Muchos, recuerdo ahora a Poppis, se ganaban la vida trayendo libros de contrabando a España. Siempre me decía: “Mi mejor cliente es Antonio Gala”. Hay que joderse, de aquellas, incluso estaban prohibidos `La Guerra Civil española’ de Hugh Thomas, o ‘El laberinto español’ de Brenan.

(Decía Marianne: “Hay que restablecer la verdad de la guerra civil española”. La recuerdo apasionada, su mirada transparente, quizás pícara, siempre llena de preguntas. En la transición regresó a España, pero su editorial no resistió a las devoradoras multinacionales del libro. Después, se refugió en el jazz más puro y libre. Como ella).

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