Opinión

Quiero ser feliz

Cumplí. Pasé la tarde del Martes de Entroido en mi tierra verinense. Está muy dentro de nosotros esa cita. Esos días los espectros de nuestros antepasados regresan a la vida. Mira tú, nací al lado de la plaza, esa plaza que el martes era la plaza general del mundo.

Te cuento, hermano lector, tal vez no fui muy original: me vestí una sobada sotana de cura preconciliar, un sombrero religioso, me colgué un gran crucifijo y bajo el brazo un libro gordo tal una biblia. Me avergoncé un poco porque topé con tres o cuatro enmascarados vestidos como yo. Pero no me arredré. Fiel al Entroido que viví en mi infancia en que cada uno debía montar su película, decidí practicar aquello que en nuestros años universitarios llamaban “teatro de la crueldad”. El guión era ser provocativo, casi ser agresivo.

Así que venga, engullí, como es menester, unos cuantos tragos de buen licor café. Me dije: “Jaime, échale cojones como entonces”. Vi demasiado muermo alrededor. Avancé con paso solemne hacia una pandilla de esos papanatas que sólo miran y no participan. Les espeté con voz pastosa mientras me miraban estupefactos: “Hermanos, las plagas están ahí, esta plaga bíblica viene de Oriente como vaticinó el profeta”. Aquellos hermanos de La Salle me enseñaron el verso terrible que les solté a mis asombrados oyentes: “¡Cuánto terror habrá en el futuro,/ cuando el juez haya de venir/ a juzgar todo estrictamente!”. 

Te juro que dejé pasmados a aquellos tipos y seguí mi camino con mi sermón aquí y allá. Mira tú, en aquella plaza estaba inspirado y soltaba las frases, ay, con las que maestros de alas negras llenaron de miedo mi infancia. Poco a poco me iba lanzando: “Despertad de estos tiempos amnésicos. ¿Cómo osáis gozar de la vida? La plaga bíblica llama a nuestras puertas. Es la hora de retirarse a los montes y fustigarse”.

Lo pienso ahora y, la verdad, era como un predicador de esos que salen en las películas de vaqueros vestidos de negro llamando al arrepentimiento. Más de uno me escupió: “Lárgate, ave de mal agüero”.

Pues hermano, con este rollo anduve un par de horas entre la multitud. Los más se reían. Un fulano me dio una patada en el trasero. Menos mal, di con una pandilla muy alegre, fue mi mejor sermón tal un predicador de Semana Santa en los años de posguerra. Cómo son ellas. Una chica vestida de india con pinturas de guerra en el rostro se me aproxima decidida: “Confiéseme, padre, estoy asustada”. Yo qué iba a hacer, tiré para adelante: “Muy bien, hermana, sé que has pecado mucho, en ese paraje al lado del río escucharé tus culpas, te bendeciré y te purificarás”. Pensé que iba a arramplar con ella, pero sus colegas se rieron. Aún le dije: “¿Por qué impedís que se venga conmigo esta oveja descarriada?”.

(Agotado y un tanto alucinado me senté en una esquina de la plaza desde donde divisaba el festejo. De pronto, un flash. Justo como el protagonista de “Regreso al futuro”. Allí estaba yo, adolescente, con mi bolsa de harina para tiznarlas a ellas. Cielo santo, año 64. En las paredes: “Se prohíbe la fiesta. Se multará a quien ose disfrazarse”. Son órdenes precisas del gobernador de bigote estrecho. Veo tipos que se han hecho sus propios disfraces. Alguno con el pulcro traje de pana del que van a enterrar. Veo tres o cuatro Cantinflas, ellos crecieron viendo sus películas en blanco y negro. Algunos Charlots. Ay, ya no se ven Charlots en las calles. Venga, jaleo, jaleo. Escucho petardos como la bomba atómica. Desafiando prohibiciones corren altivos por las calles tres cigarrones de poderoso físico, suenan con violencia sus chocos. Te golpean con el látigo justo como te golpea la vida. En la plaza tocan los humildes músicos de Moialde. Forcejean guardias represivos y paisanos: “A música non nola levan”.

“Ay, yo la vi”, nuestro himno. Era el 64 y los carnavales eran clandestinos y, cierto, un poco feroces. La “raia” marcaba el alma de cada uno de nosotros. Paisano, no está de más recordarlo, alzaron “la jaula” en esta plaza. Pagaron a un pobre hombre y lo encerraron. Pasaron horas y nadie trajo limas ni llaves. El hombre acosado por los hados. El lado más salvaje del valle. Un extraño grito a un tiempo en que gozar de la vida era sospechoso.

No sé cuánto tiempo estuve sentado, las imágenes corrían por mi mente. Fue raro, pero sentí la visita de Risco: “Quise ser feliz, y cuando así me creía, una contrariedad se sobreponía a mi dicha; cuando no era la ingratitud de un amigo, era la falsía de una mujer; cuando no era un desengaño, era la falta de salud, y así todos mis ensueños de felicidad solo duraban un instante”.

Sacudo la cabeza, me levanto, arrojo al suelo el difraz y camino un poco tambaleante. Mi sermón es otro. Ahora digo aquí y allá el verso de Omar Khayyam: “Si alzaste tu copa sonriendo de placer, tu vida no fue inútil”.)

Te puede interesar