Opinión

"Son tus perfúmenes mujer..."

El 19 de julio, antes de ayer, se cumplieron cuarenta años del triunfo del sandinismo.

Así que quiero recordar aquel foro del 2014 tan perturbador. Mira tú, yo tuve a mi derecha durante toda la cena al mítico Edén Pastora. Sí, lector, el comandante Cero. Su rostro granítico, sus ojos que atravesaban las paredes, y su olfato. “Créame, señor periodista, mi olfato me decía dónde estaba justamente el enemigo. También quién me iba a traicionar”. Yo le escuchaba atento y qué carajo, me atreví a decirle “Usted, hermano, habrá matado a mucha gente”. Para sorpresa mía, sonrió. “Mire, yo soy un guerrillero, un soñador, tengo algo de loco y allá me fui a las montañas a hacer la revolución. ¿Torturar, dice? Si coges a un enemigo que tiene informaciones clave de dónde nos esperan emboscados, todo vale”.

Edén Pastora tenía esa noche algo del abuelo que cuenta las batallas. Sonrió pícaro y me espetó “Bueno, de eso saben mucho ustedes. Los verdugos de la Inquisición en Toledo eran unos maestros. Menudas nos las gastó Cortés por allá”.

Ya lo conté. Edén estaba en Galicia en calidad de ministro de Daniel Ortega. Negociaba productos para ese viejo sueño de dragar el río San Juan. Le dije “De la selva a los despachos, ahora, comandante, ganará una pasta”. “Mire, sólo sirvo a mi país, fui jefe de las milicias populares, siempre ahí, al lado del pueblo. Gano cerca de cinco mil euros, pero le confieso que tengo veintiún hijos. En la selva las noches son frías y las guerrilleras muy bellas. Pero sepa usted que ayudo a todos mis hijos que me quieren y me respetan”.

Estaba a su lado y no me atreví a preguntarle sobre la dramática historia de su madre.  Algo le insinué, él guardó silencio, se empujó un trago de vino, te juro que se le humedecieron los ojos. “Mire, señor periodista, mi vida ha sido así porque mamé de su leche. Mi madre, Elsa Gómez, y mi padre, Pánfilo Pastora. Teníamos ciertas tierras de valor. Yo tenía ocho años cuando aquellos tres verdugos de Somoza mataron a mi padre. Se quedaron con todo. Ah, mi madre. Era de esas personas que no perdonan y empleó diez años de su vida en vengar a mi padre. Fueron cayendo uno a uno. Tres sicarios le trajeron la cabeza del último. De ahí vengo yo, señor periodista, de ahí vengo. Mi madre, sabe, era cristiana, muy cristiana, y murió convencida de que Dios le perdonaría”.

Inevitablemente alguien le pregunta sobre la mítica toma del palacio nacional de Managua el 22 de agosto de 1978. Difícil de creer pero sucedió. Allá va Edén Pastora al mando de veinticinco jóvenes de veinte años vestidos como soldados de Somoza. En el palacio hay tres mil personas. Están los senadores, algunos ministros y todos los pistoleros que los protegen. Pero la audacia triunfó. Los mediadores fueron los obispos de Managua. Tres días después Somoza dejó libres a decenas de presos políticos que partieron en avión hacia Cuba. La ironía es que cuando entraron los otros comandantes, vieron solo a Edén Pastora y pensaron que todo había fracasado. Mira tú, todos estaban debajo de las mesas como en aquella tarde tan española de Tejero.

(Estamos en los postres de la cena. Demasiadas conversaciones políticas. De pronto Edén canturrea “Nicaragua, Nicaragüita / la flor más linda de mi querer, / Ay Nicaragua, sos más dulcita que la mielita de Tamagas / pero ahora ya sos libre, /Nicaragüita, yo te quiero mucho más”. Va y dice “No me digan que no conocen a nuestro bardo que cantó a la revolución, a Carlos Mejía Godoy”. Alguien le responde “Cómo no, comandante, aquí en esos años todo el mundo cantó ‘Son tus perjúmenes mujer / los que me sulibeyan…”

La cena termina y me toca a mí acompañarlo al hotel. Quizás haya escrito de aquel paseo que guardo en mi memoria, pero no puedo evitar contarlo de nuevo. Son las doce de la noche, la calle está solitaria y es buen momento para la confidencia. Así que le espeto sin más “Comandante, aquí en España toda mi generación tenía la imagen del Che en su habitación al lado del Guernica. ¿Usted le conoció?”. Nuestro hombre se detiene, no le ha gustado la pregunta. Frunce el ceño. “Mucha propaganda, amigo. A mí no me hubieran pillado en La Higuera, donde murió. Se fue a Bolivia sin conocer el terreno, y sin apoyos. Los campesinos no confiaron en su mensaje. Encima, andaba enfermo. Demasiados errores. Lo cazaron como a un conejo”).

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