Opinión

El último gol del hombre lobo

Miércoles, 28 de octubre

Maldita sea, el covid se llevó quizás al mejor "nueve" que dio esta provincia infeliz. José Luis Suárez Conde, la eterna promesa de la provincia. Había tomado el nombre del hombre lobo de su Allariz, Romasanta. Le vi jugar todos los partidos en casa y fuera allá a mediados de los sesenta. 

Mira tú, fue una suerte, yo colaboraba con algunas cositas en La Región, y un día el director me llamó: “Ha enfermado el redactor, ¿te atreves tú a ir con el equipo en sus desplazamientos y hacer la crónica por teléfono?”. Pensé de inmediato, cielo santo, los lunes el periódico pondrá "De nuestro enviado especial J. Noguerol". Allá me presenté un sábado a la puerta del estadio y subí al autobús que llevaba al equipo. Hablo del "Couto", que entonces se codeaba con el "Ourense", el primer equipo de la ciudad. Enseguida sentí la ternura de Romasanta, que vio en mí a un jovencito tímido y sin experiencia. Se sentó a mi lado, me contó cálido alguna anécdota y desde entonces fuimos amigos, y compartimos habitación en los hoteles cuando nos desplazábamos. Allí siempre había fiesta, bajaban varios jugadores y nos reíamos hasta bien avanzada la noche. El entrenador, el gran Luis Soria, había formado un gran equipo. Mezcló veteranos como Macario y Pastor que habían jugado en primera división, con jóvenes promesas como el portero Miguel Ángel que enseguida lo fichó el Real Madrid. Vaya equipazo, siempre en los puestos de cabeza. A Romasanta lo había traído de un equipo de barrio Soria allá en el 60 y ahora en su retirada lo había recuperado. Igual que a Miguel Ángel, que lo había descubierto en un equipo de baloncesto. Cómo es la vida, Romasanta terminaba su ciclo y Miguel Ángel comenzaba el suyo. Cierto, era terrorífico para los defensas, desquiciaba a los centrales. Soria le decía “No hagas caños que se enfadan”. Pero él se divertía y después llegaba al vestuario con las piernas hechas un cristo.

Quizás nunca fui tan feliz como aquel año de cronista deportivo. Compartir con los jugadores la alegría después de un triunfo era una gran satisfacción. A veces participaba en las timbas que se hacían al regreso. De aquellas, las primas se pagaban en el vestuario al terminar el partido. Todavía recuerdo cómo aquel rápido extremo también fallecido, Cortés, y él regresaban a Ourense siempre desplumados. Al llegar, Pastor, que casi siempre ganaba, les daba generoso un billete a cada uno. En los partidos difíciles, Luis Soria "confesaba" en una esquina del vestuario al alaricano. Romasanta le escuchaba con atención, las manos atrás, como a un padre. La verdad es que sus piernas tenían la destreza de un croupier y poseía eso que los grandes locutores llaman "olfato de gol". Era elegante, valiente, no se arredraba ante aquellos belicosos centrales de la tercera división de entonces.

El poeta francés Mallarmé afirmó “sólo es artista el que da”. Pocas veces he visto a una persona tan generosa en la vida y en el campo. Se lo vi hacer varias veces: va, regatea a dos o tres, queda solo ante el asustado portero, pero él le pasa el balón a otro compañero novato cerca para hacerle feliz. Un día en el autobús me atreví a preguntarle: ¿Cómo no debutaste en aquel Real Madrid? Y añadió: "Ya sabes que los de Allariz a veces tenemos visiones y una madrugada me vi borrosamente con la camiseta blanca…" Yo pensé en los griegos: “Los dioses tienen envidia de los seres humanos que brillan y les hacen trampas en la vida para que no lleguen a la cumbre”. Un día lluvioso mostró su licantropía, el hombre lobo. Era un partido clave, si ganaban se ponían líderes. Lo recuerdo bien, estadio Santa Isabel, Santiago. El partido iba 1-1. Minuto 92. El árbitro pita penalti. A veces sucede, nadie se atrevía a tirarlo. Él tomó el balón con rabia, lo colocó, boom, el balón entró como un vendaval por la escuadra. Fue la única vez que no disparó despacio engañando al portero. Después, corrió hacia Soria, te juro que aullando como un lobo cuando contempla la luna llena.

Jueves, 29 de octubre

Estoy en mi ventana, ya te conté, la que da a una calle céntrica. He puesto el lamento de blues de Charlie Parker. Mi mente es como un tren a gran velocidad. Observo la calle, todo está cerrado. Ay, hermano lector, las que jamás cierran ni se detienen son las inmensas fábricas de armas. Ni la máquina que piensa y hoy escupe confusión. Quienes nos manejan detrás de las mesas de caoba han encontrado otro negocio: las fábricas de ansiolíticos tampoco cierran jamás. Si estás desempleado busca trabajo allí. Ay, lector, excúsame la pregunta, apuesto a que luce en un lugar discreto de tu mesilla un bote de pastillas.

Miro desde mi ventana, las personas no van asustadas. Ya ni se indignan. Van. Pasa por mi mente el rostro huesudo del presidente enfermo ya de poder. Yo soy de una generación que conoció líderes honestos y valientes. Recuerdo en los ochenta a Tierno Galván, el viejo profesor alcalde de Madrid. Yo lo vi invitar a desayunar a un grupo de punkis en el Café Comercial en la Glorieta de Bilbao. Ah, Marcelino Camacho, el histórico líder sindical que ya en sus largos años en presidios, vestía los jerseys que había calcetado a mano su mujer. Pienso como Albiac, dime, hermano lector, “¿tienes suficientes tragaderas para escuchar a los líderes de hoy?”. Conocí a un gallego que hacía la limpieza en el congreso “No sabes los restos de farlopa que quedaban en los servicios los días de grandes líos”. 

Viernes, 30 de octubre

Yo tuve un cactus que también anduvo conmigo de aquí para allá. Un día una mujer fue cruel conmigo y se lo envié. Me lo recuerda el poema de José Lameiras:

“Vexo o noso cactus no seu testo /Acompañounos en centos de mudanzas /Afíxose / a todo tipo de climas e situacións / E ahí está / firme e seguro / pero desenvolveu unha pel tan dura / que resulta moi difícil abrazalo”.

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