Opinión

Una cita pendiente

ALBA FERNÁNDEZ
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JUEVES, 20 DE OCTUBRE

Lo que te cuento hoy, hermano, hermana lectora, es muy importante en mi vida. Hacía muchos años, muchos, que tenía esta cita pendiente. No busqué a este hombre. El destino cifraría nuestro encuentro. Ya decía Cervantes en “El Quijote’2sobre las desgracias: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas y muchas amarguras diferentes”.

Cierto, desde el año 69 del pasado siglo tenía pendiente esta cita que ocurrió estos días. Permíteme, hermano, hermana lectora que te hable primero de mi tío monseñor Hilario Álvarez, párroco de Arzádegos tantos años. Alguna vez conté que era como un personaje de García Márquez en “Cien años de soledad”. Y cierto, falleció casi a los cien años. Cuando le visitaba, me leía párrafos del filósofo Jaime Balmes y casi siempre, al lado del fuego, me hacía la misma pregunta: “¿Qué es el cosmos, Jaimito?”. Menos mal que eso me lo sabía: “El cosmos es el universo, tío”. Llamaba a su criada y me daba un dulce que le traían sus feligreses de Portugal. Y es que a lo largo de los largos años de la interminable posguerra, él iba a caballo a decir misa en los pueblos portugueses de la Raia, donde era muy querido, casi venerado. Le gustaba decir: “En mi parroquia no murió nadie desde el comienzo de la Guerra Civil española”. Ay, y eso que en su parroquia siempre hubo una guarida de maquis. Y cierto, allá a finales de los cuarenta, la Guardia Civil dio con ellos en el cercano pueblo de Florderrei; hubo un tiroteo y falleció un agente y varios guerrilleros. No hace tanto escuché en el pueblo a un anciano testigo de aquellos hechos cantar el himno guerrillero: “Por llanuras y montañas,/ guerrilleros libres van./ Los mejores luchadores/ del campo y la ciudad”.

Tardó casi una vida, pero logró su sueño. Verídico, hermano. Convocó a sus fieles portugueses, a los mejores canteros, a toda una legión casi todos lusitanos y logró edificar un templo que todavía hoy luce admirable y hermoso. Era tan querido en el país hermano que se las arregló para que camiones atravesaran los montes por sus caminos tortuosos y ayudaran en el transporte de piedras y materiales. Yo era adolescente cuando lo alzó, y recuerdo que con frecuencia los conductores portugueses me invitaban a ir en la cabina en aquellos trayectos. El papa lo distinguió con el título de “camarero secreto de su santidad”.

Pero vayamos al año 1969 del pasado siglo. Mi tío Hilario ya pasaba de los ochenta y el obispado envió a tres jóvenes sacerdotes para que le ayudaran y se hicieran cargo de la parroquia. Venían de Maceda, de los Milagros, un lugar de sacerdotes progresistas. Los tres cercanos a la Teología de la Liberación. Que conste que admiro mucho a los sacerdotes que crearon esta teología. Me impresionó mucho el asesinato de Ignacio Ellacuría mientras daba misa en una iglesia de El Salvador. Había llegado a aquel país convulso para mediar entre la guerrilla y la presidencia por la paz y la convivencia.

Vayamos a los tres sacerdotes. Llegaron a Arzádegos como para hacer una urgente revolución. Mi tío era un cura como los de la época, tenía criada, posesiones y unos fieles tranquilos. Recuerdo el coro y sus pláticas sencillas y certeras. De inmediato, los tres pusieron el pueblo patas arriba. El pueblo se sorprendió porque no cobraban por ejemplo en los entierros y se mostraban cercanos a los jóvenes, con los que incluso jugaban y a los que regalaron camisetas de fútbol.

Pero lo que quiero contar es mi esperada cita con uno de ellos. Le quería pedir cuentas de algo que sucedió desde que llegaron al pueblo. Cómo es la vida, mi interlocutor y exsacerdote es Bieito Ledo, un editor de prestigio. Dirigió Galaxia y fundó una editorial clave para Galicia. Allí llevó a cabo su gran obra, la primera Enciclopedia Galega Universal.

En la comida comenzamos a hablar riendo: “Nuestras generaciones viven en la desesperación de asistir a los últimos años de la escritura”. Pronto fui al grano: “Te invito a hacer una reflexión de aquellos años. Quizás vuestra labor fue buena pero he de deciros que fuisteis muy despectivos con mi ya muy anciano tío. No le disteis comprensión ni caridad cristiana. Tengo para mí que escasas veces o nunca le visitasteis. Incluso alguno de vosotros tres lo atacó con saña. Aún hoy persiste como una oscura leyenda sobre mi tío en parte de la aldea”. Llegados a este punto, Bieito se queda pensativo y me dice: “Estuvimos dos años en Arzádegos. Después, los tres abandonamos el sacerdocio. Tengo que reflexionar, te invito a que vengas a mi pueblo, a mi casa en Padroso donde paso estos días”.

Cuando visito su tumba me desazona una intensa melancolía. Cierto es que en su entierro yo era muy joven y, recordando a Jorge Manrique, le recité un poema parando el cortejo ante la mirada sorprendida de altos prebostes.

(Allá me fui a Padroso con el fotógrafo Plácido L. Rodríguez, a quien acaba de editarle “O río Arnoia”, un deslumbrante libro de fotografías desde el nacimiento hasta la desembocadura del río. Al llegar a su casa que da al camino de los peregrinos, recordé el consejo de Eurípides: “Las cosas graves se expresan brevemente”. Conque allí nos preparó una comida con productos de sus huertas. Bebimos buen licor café. Paseamos por aquel paraje lleno de misterio, abrazamos un “castiñeiro” de cientos de años. Después, ya a la puerta del coche me dijo: “Cuando llegamos a Arzádegos en el 69 éramos muy jóvenes y rebeldes. Cierto es, creo que ni siquiera visité a tu tío en los dos años que estuve allí. Ay, no le dimos calor ni comprensión”.

El coche arranca. Ahora asoman sus ojos sabios: “¿Sabes? Cuánto me gustaría creer, pero ya no creo. Te prometo que iré a Arzádegos… a rescatarlo”).

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