Opinión

Una extraña libertad

Te habrá ocurrido a ti alguna vez, hermano lector. Va alguien y se coloca frente a ti, te llama por tu nombre e insiste: “¿No te acuerdas de mí? ¿Pero es posible que no te acuerdes?” Uno se lo queda mirando, pero el fulano insiste.

Cerré los ojos, pasaron rostros y rostros ante mí, y por fin mi mente se detuvo. “Ah, cabronazo, tú eres Antonio ‘el Palletas”. Teníamos 13 años y estábamos en la Academia verinense iniciando aquel Bachillerato con dos reválidas, una de cuarto y otra de sexto.

Han pasado los tiempos y los sociólogos afirman que aquel era un buen Bachillerato. Ah, estaba lleno de humanidades, latín, griego, filosofía, literatura y dirigía la Academia el inolvidable Jesús Taboada. Teníamos 13 años y éramos una camada de golfos que crecíamos en aquel Verín en que la “raia” marcaba un estilo de vida. Íbamos llevando aquello como podíamos ante la paciencia de Don Jesús, culto y cercano a la Xeración Nós.

Con que ahí estábamos Antonio “el Palletas” y yo después de muchos años. Te imaginarás, lector, por qué le llamábamos Palletas: no cesaba de masturbarse y siempre se las arreglaba para traer en el bolsillo fotos de mujeres espectaculares. Estaba delgado como un palo. De pronto empieza a hablar de nuestros recuerdos. “Cursábamos segundo de bachiller, tomábamos temblorosos el autobús en Verín para venir a la ciudad a examinarnos en junio. Cada uno con su padre. Tres horas de viaje en un autobús desvencijado. El cartel decía: ‘No hablar al conductor’. Pero el chófer no cesaba de comentar la vida y echar grandes carcajadas con algún viajero. Ya no hay ‘revisores’, qué fulanos, en un pispás colocaban la maleta en la baca del autobús. A lo largo de la carretera no cesaba de recoger almas en pena. Larga parada en Xinzo. El chófer y el revisor se empujaban un par de carajillos bien cargados”.

Antonio “el Palletas” prosigue casi con emoción. “¿Recuerdas, la pensión Vilardevós? El tribunal, el jodido tribunal examinador no nos dejaba dormir. Por la mañana en el instituto te llamaban por tu nombre. Qué cabrones eran: despóticos y despectivos. ¿Te acuerdas de aquel catedrático, Ogando?”. 

Al oír ese nombre le paro. Le pongo la mano en el brazo. “Mira tú, pasaron tantos años y el destino me llevó a entrevistarle ya jubilado. Le hice alguna pregunta capciosa y el tipo se me queda mirando y me espeta: ‘¿A usted no le habré dado clases yo? O quizás le haya examinado”. Yo asentí y, créeme, asomó su sonrisa lánguida y me respondió tal vez arrepentido. “Entonces, estoy seguro de que no tendrá buen recuerdo de mí”.

Antonio “el Palletas” me dice un poco eufórico: “No olvides que fui yo quien te rescató de aquel colegio falangista una tarde en los billares del cine Xesteira. Allí estabas tú con aquella chaqueta azul y el escudo en el pecho. Parecías un ánima. Te convencí: ‘Mañana mismo tomas el ‘Villalón”. Así sucedió. “¿Qué haces aquí, hijo?” “Papá, a ese colegio no vuelvo, es una especie de cuartel”. Menuda bronca, pero me debió de ver muy abatido. Y días después me cambió para el Cisneros.

Qué jodido “el Palletas”. Allí estábamos en una litera, él arriba. Ya el primer día, la litera no paraba de moverse en toda la noche. Y venga, y venga. Pero te cuento el primer día de clase. Allí estaba, 4º B, con los repetidores y más rebeldes. Aluciné en la primera clase. Entra el profesor, todo de negro y silencioso. “Mis queridos alumnos, cojan lápiz y libreta; usted, al encerado. Hoy vamos a hablar de los cruceiros”. El profesor comenzó a hablar y hablar, yo permanecía hipnótico escuchándolo. Nadie se movía en la clase. Ante mi asombro no tomó lista. Ay, hermano, era el viejo Xocas, Xaquín Lorenzo, miembro de la Xeración Nós. Me dije, a esta clase no falto jamás. Yo que venía de un colegio autoritario sentí desde el primer día una extraña libertad.

“El Palletas” se convirtió en mi compañero. “Ven, ven, mira qué fulanas en pelotas en esta revista americana”. Cómo conseguiría él este material. Lo cierto es que me acostumbré a dormir como si me acunasen.

“El Palletas” me insiste: “¿Recuerdas al ‘Moro’, el director del internado con la sotana siempre un poco manchada? Qué bien nos trató siempre. Aparecía en las habitaciones antes de dormir y nos contaba historias de la guerra. Como cura castrense, dio los últimos auxilios a muchos que iban a ser fusilados. ¿Recuerdas el bulto en el pecho? Alguien descubrió que jamás abandonaba su viejo pistolón”.

(Mi amigo no cesa de hablar emocionado. Alguien le llama con insistencia. Antes de irse me dice cómplice: “¿Qué tendríamos, Jaime, 15 años? Te convencí para que ahorraras como yo trescientas pesetas. Tuve que arrastrarte un poco. Era una tarde de domingo lluviosa. La calle Villar, un alboroto. Ellas, ligeras de ropa a las puertas de los clubes. Tú y yo entramos vacilantes en el ‘Suevia’. Negociaban aquí y allá ‘son trescientas, cariño’. La camarera no se fijó mucho y nos puso dos cubalibres. ‘Tranquilo, esto marcha’, te dije. ‘Aprende, allá voy yo, las trescientas en la mano. Después tú, ¿eh?’. De pronto nos aborda aquella mujer madura con acento portugués. Aún veo tintinear su enorme crucifijo en su pecho escotado: ‘Crianças, ide pra casiña”).

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