Opinión

Mi vida vale cien pesetas

La mente está sobrecargada. Y bien, hermano lector, con esta historia me despido hasta el primer domingo de septiembre.

Así que allá voy con una historia del lado oscuro al viejo estilo de esta serie. Lo que te cuento es verídico, hermano. Pero antes no está de más hacer unas reflexiones de la sociología de entonces. Recuerda, finales de los setenta y los ochenta en Ourense. Ay, gran parte de esas generaciones yacen en tumbas sin numerar o en olvidados lugares que pagó la beneficencia. Son muchos. Tantas familias han vivido ese drama.

La historia parece repetirse. En las farmacias vuelve a haber muchos pálidos compradores de jeringuillas. En algunos barrios llamas a la puerta, entras, ilustracion_alba_noguerol_resultte dan la mercancía y hasta una habitación cutre y sórdida para hacer lo tuyo. Un periodista amigo que vive en Barcelona me dijo: “Es tremendo, por el centro de la ciudad los yonquis se dejan ver de nuevo. Oleadas de jóvenes casi adolescentes caen por el negro escotillón”. ¿Cómo no han aprendido de sus mayores?, me pregunto. Pues no, no. Los que manejan el mundo detrás de las mesas de caoba la han vuelto a poner en la calle. Hoy en Estados Unidos ya es el problema número uno.

Pero voy con la historia que quiero contarte, hermano. Estamos en el año 81. Ourense. El parque de San Lázaro está lleno de yonquis. La plaza de San Marcial es un abrevadero. En la calle Villar, ellas ya se han enganchado y abandonado a sus chulos. Mi protagonista era muy conocido en la ciudad, Humberto, un joven portugués. Se buscaba la vida vendiendo pañuelos en los semáforos. Era un excelente trilero, astuto y camelador, hasta sospechaba de su sombra.

Como buen lusitano tenía una cadena con la imagen de la Virgen de Fátima al cuello, y en su destartalada cartera una estampa también de ella que él sacaba intermitente y besaba con frecuencia. “Fue ella quien me salvó, porque mira tú, es bien cierto que mi vida vale sólo cien pesetas”.

En aquellos años eran muchos los que, como Humberto, estaban enganchados a la heroína. La “postura”, la dosis, costaba mil pesetas. Había que llevar el dinero justo pues los camellos eran muy estrictos. Tenías que llorarle mucho si te faltaba algún dinero.

Pero dejemos que lo cuente Humberto. “Aquella tarde ya el mono arañaba mi espalda. Sabía dónde encontrar a mi camella. Estaba allá, en la parte de arriba de la plaza de San Marcial. Cuando llegué le dije: ‘Tengo sólo novecientas pesetas, dame lo mío y ya te daré el resto mañana’. Pero la fulana se puso muy agresiva, más que de costumbre. Después de insistirle solía ceder, pero aquel día se negó en redondo. Me dijo: ‘Sólo tengo una papelina para vender, hoy no te fío. Así que vete a buscarte la vida’. Ahora, después de pensarlo mucho, me doy cuenta de que tenía una mirada extraña como si no quisiera venderme. Había algo raro, como flamígero en sus ojos.

Ya sabes cómo son estas cosas, te muerde el mono y tienes que conseguir material como sea.

Más muerto que vivo, a la media hora volví, apretando las mil pesetas en las manos. Desde lejos observé un montón de personas en la plaza, mucho jaleo y una ambulancia. ‘Ese día Satanás andaba de fiesta’. Me acerqué, dos enfermeros subían a una chica ya sin vida bajo una sábana. Su novio, un chico escuálido, gritaba: ‘Vamos a buscar a esa mujer sin entrañas que le vendió la dosis hace nada. Se la metió aquí y era talco adulterado’.

(Cuando sucede así los yonquis se unen para buscar venganza. No hubo rastro de ella. Ay, hermano, los lusitanos creemos mucho en el destino. La fulana tenía la muerte en una bolsita. Mira que le rogué casi de rodillas que me la vendiese. Ya ves, mi vida vale cien pesetas. Estoy seguro de que mi Virgen de Fátima me protegió)”.

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