Opinión

Reformas

Una de las claves del auge y apogeo del populismo y la demagogia en tantas latitudes, también por aquí cerca por supuesto, se encuentra en la ausencia de reformas sensatas, razonables y diseñadas pensando en las personas, en los ciudadanos. Más bien, lo que abunda, o sobreabunda, son políticas que, por alguna razón que se nos antoja incomprensible, castigan a millones de seres humanos. Ahí están los ajustes en materia sanitaria y educativa en tantos países que están diezmando la garantía de la estabilidad política y económica. Y ahí están las indignas condiciones laborales en las que se realizan tantos y tantos trabajos en este tiempo. Por eso, entre otras razones, las manifestaciones que vemos en tantas partes del mundo, azuzadas deliberadamente por quienes desean ferviente regresar al poder, concitan tanta participación. 

 Más que revoluciones y transformaciones radicales, que ya sabemos a dónde conducen, precisamos reformas razonables, reformas serias, reformas diseñadas y pensadas para las personas, hablando con las personas. En efecto, las políticas moderadas son políticas de progreso porque son políticas reformistas. El reformismo auténtico, según mi parecer, parte de una aceptación sustancial de la realidad presente para mejorarla sustancialmente con la aportación de los ciudadanos. Pero esta aceptación no es pasiva ni resignada. Lejos de actitudes nostálgicas o inmovilistas, percibo las estructuras humanas como un cuadro de luces y sombras. De ahí que la acción política se dirija a la consecución de mejoras reales, siempre reconociendo la limitación de su alcance. Una política que pretenda la mejora global y definitiva de las estructuras y las realidades humanas sólo puede ser producto de proyectos visionarios, despegados de la realidad de la gente. Las políticas reformistas son ambiciosas, porque son políticas de mejora, pero se hacen contando con las iniciativas de la gente –que es plural- y con el dinamismo social.

El reformismo político tiene una virtualidad semejante a la de la virtud aristotélica, en cuanto se opone igualmente a las actitudes revolucionarias y a las inmovilistas. No se trata de una mezcla extraña o arbitraria de ambas actitudes, es, en cierto modo, una posición intermedia, pero sólo en cierto modo, porque no se alinea con ellas, no es un punto a medio en el trayecto entre una y otra. Es algo distinto, bien distinto. 

La política inmovilista se caracteriza, como es obvio, por el proyecto de conservación de las estructuras sociales, económicas y culturales. Pero las políticas inmovilistas admiten, o incluso reclaman cambios. Ahora bien, los cambios que se hacen, se efectúan -de acuerdo con aquella conocida expresión lampedusiana- para que todo siga igual, hoy parece que del gusto de tantos gobernantes que no acaban de entender lo que es gobernar para todos. 

El reformismo, en cambio, aceptando la riqueza de lo recibido, no entraña su plena conformidad, sino que desea mejorarlo efectivamente, no haciendo cambios para ganar una mayor estabilidad, sino haciendo cambios que representen o conduzcan a una mejora auténtica –por consiguiente, a una reforma real- de las estructuras sociales, o dicho en otros términos, a una mayor libertad, solidaridad y participación de los ciudadanos. Hoy, ni reformas razonables ni serias, se hacen cambios al margen de la ciudadanía o tantas veces contra la ciudadanía. Su consecuencia: se está creando un caldo de cultivo óptimo para el estallido social que hábilmente conducido y provocado por los de siempre, nos puede llevar de nuevo a la pobreza general, no de los lideres revolucionarios. Ellos, como demuestra la historia, y por estos pagos lo comprobamos a diario, usan la miseria ajena para vivir opíparamente. La historia se repite.

La política revolucionaria, pretende subvertir el orden establecido. Es decir, darle la vuelta, porque nada hay de aprovechable en la situación presente, hasta el punto que se interpreta que toda reforma es cambio aparente, es continuismo. Por eso puede considerarse que las políticas revolucionarias, aun las de apariencia reformista, parten de un supuesto radicalmente falso, el de la inutilidad plena o la perversión completa de lo recibido. Afirmar las injusticias, aun las graves y universales que afectan a los sistemas sociales imperantes, no puede conducir a negar cualquier atisbo de justicia en ellos, y menos todavía cualquier posibilidad de justicia. Aquí radica una de las graves equivocaciones del análisis marxista, que si bien presenta la brillantez y coherencia global heredada de los sistemas racionalistas, conduce igualmente, en virtud de su lógica interna a la necesidad de una revolución absoluta -nunca mejor definida que en los términos marxistas- y por tanto a la destrucción radical, en todas sus facetas, de cualquier sistema vigente.

Hoy, los presupuestos marxistas y el análisis que se hace desde ellos es cuestionado y criticado en casi todos los ámbitos políticos, sin embargo queda de ellos la desconfianza hacia la iniciativa privada, hacia la espontaneidad social, hacia las instituciones burguesas, etc. Y aunque los grupos políticos que han abandonado el marxismo como ideología propia, han asumido de hecho –porque no les agrada otra solución si quieren sobrevivir- proyectos políticos reformistas, no aceptan en cambio de buen grado el reformismo como caracterización política, tal vez por las resonancias burguesas que en tal formulación encuentran.

Sin embargo hoy parece cada vez más evidente la afirmación que el camino del progreso es la vía de las reformas1. Está abocada al fracaso la titánica -e imposible- empresa de construir la realidad humana desde cero, arrasando todo lo recibido, como los utopismos políticos de toda clase han pretendido. Las políticas de reformas suponen el reconocimiento de la complejidad de lo real, y en igual medida la constatación de la limitación humana en el diseño y en la proyección de la propia existencia.

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