Opinión

La educación y los errores

Existe la moda -resucitada en cada nuevo nombramiento de ministros- de exigir más titulaciones a los gobernantes. Como si eso fuese una garantía de algo bueno. En realidad muchos ya nos conformaríamos si todos los políticos sacasen el PA (Progresa Adecuadamente) con el que evaluaban las actitudes en clase a los niños de la vieja LOGSE. Por eso practicar con éxito la tolerancia, el respeto y el diálogo explica el súbito atractivo electoral de Salvador Illa, un clásico funcionario de partido que se ha salido de la peor crisis sanitaria del siglo con los peores datos de la OCDE. Cómo serán sus contrarios, apuntaban el otro día en la radio. Esta tendencia-refugio fue la que ayudó al principio de la pandemia a Fernando Simón -a la cuarta portada y décima grosera contradicción dejó de colar y ahora, como dice Rosa Belmonte, nadie movería una ceja si se convierte en un hombre lobo en medio de su rueda de prensa- y propulsó a Joe Biden, a él le bastaba con no comportarse como un youtuber gilipollas. Algo similar sucederá con el próximo alcalde de Ourense: la ciudad estará satisfecha si obtiene el PA en ortografía, trabajo en grupo, respeto del patrimonio cultural y no fomenta la violencia verbal. 

No hay, explican los expertos, demasiado espacio para los consensos. Pactar es ceder y ceder es perder; en ese triste fango muchos políticos solo piensan en sobrevivir día a día. Igual que la mayoría de nosotros pero con algo más de responsabilidad pública. Con esa visión se puede explicar que el Gobierno ni se preocupase de pactar el decreto más importante del año y acabase salvado de chiripa por Vox y Bildu mientras el PP volvía a confundir hacer oposición con enfrentarse al interés general. Con ese vodevil, como para ser humildes y reconocer un fallo propio. La ética, en lugar de aplicarla, mejor la gritamos y por eso fue tan adictivo seguir el caso de ese heroico alto cargo de Podemos en La Rioja: Mario Herrera estampó su coche en la madrugada de Nochevieja, huyó del lugar y luego se pasó tres semanas sin coger el teléfono ni a sus jefes. Al final se marchó; enfadado, sin excusarse y echándole la culpa a la extrema derecha (!). También queda para el libro de las dimisiones-forzadas-por-estropicios-que-no-pienso-reconocer el ya exconsejero popular de la Sanidad ceutí, que antes de irse por colarse en la vacunación incluso estuvo cuatro días haciéndose pasar por antivacunas. Mejor borrego que miserable, pensaría. 

Un reciente libro con los textos de Camus en “Combat” recuerda una de las más valiosas rectificaciones de los del 68: muchos prefirieron en su día a Sartre y llevan más de treinta años lamentándolo. Razona el profesor de Filosofía de la Complutense Germán Cano: “Leer a tantos jóvenes escribir con tanta nostalgia del mundo de sus padres es un síntoma profundo del ‘no future’, pero también de una desesperanza terrible, porque ese mundo no era tan feliz”. Ese fracaso es colectivo pero al final cada generación tendrá a su Atticus Finch y también sus propias equivocaciones: para algunos mileniales de izquierdas su gran revés político es, o será, Pablo Iglesias. Al menos ahora el único gulag que existe es ese panfletucho online creado para señalar desde el Gobierno a los periodistas no amigos -¡es que mira cómo me tratan los periódicos!- o a los ministros socialistas rivales -¡en el poder no me dejan mandar tanto como yo creía!-. En cualquier caso, bienvenidos sean todos los desencantos propios, alimento indispensable del cinismo; quizás lo único que ayuda a ir salvando estos días. Eso y confiar en los impuestos, en “Los Durrell” y en saludar a los vecinos en el portal. 

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