Opinión

El problema de los vivos

La frase la solía repetir el macedano cardenal Quiroga Palacios. Decía él, y lo explicaba, que en Galicia los muertos son el problema de los vivos. Ayer y hoy son, nuestros cementerios, lugar de encuentro para recuerdos, sensibilidad, piedad y sentimientos. Sitio donde, más tarde o temprano, reposarán nuestros cuerpos. Pero, ya decía San Agustín que “la muerte no es el final”. “Los muertos nunca mueren de todo mientras viven en el corazón de los vivos”, dice una lápida en Lisboa.

Al hablar de la muerte viene siempre a mi memoria el gran rector de Salamanca Miguel de Unamuno. Incomprensiblemente, a mi generación se le postergó bastante su inmensa figura humana, intelectual y creyente. Era un hombre de una gran fe, preocupado e inquieto en la búsqueda de la verdad. Nuestro llorado Miguel Barreto, recientemente fallecido, conocía bien su pensamiento y en más de una ocasión me ayudo a profundizar en él.

Cuenta la historia de Unamuno que siendo un muchacho de 15 años, al volver de comulgar abrió el evangelio al azar y puso el dedo sobre un pasaje, para saber que le quería decir a él. Y le salió el siguiente texto: “Id y predicad el Evangelio por todas partes”. Sintió profunda impresión, y entendió que era como un mandato de que se entregara totalmente a Dios. Y pensó: “Tengo 15 años y, además, tengo novia. Demasiada casualidad; ha sido todo muy rápido”… Así que decidió probar otra vez. Abrió de nuevo la Escritura y con el dedo señaló un versículo al azar. Esta vez leyó: “Ya os lo he dicho y no habéis hecho caso ¿por qué lo queréis oír otra vez?”. Esta experiencia, escribió en una carta a un amigo, le influyó toda su vida. 

Como gran pensador le preocupaba el más allá y oraba con frecuencia y de ello fue mudo testigo la iglesia de los dominicos de Salamanca a donde acudía a la hora del almuerzo y, de rodillas, pasaba gran rato. Le preocupaba el tránsito a la otra vida de forma especial y de ello son prueba numerosos escritos. Escribió un epitafio para un amigo en el que dice: “Solo le pido a Dios que tenga piedad del alma de este ateo”.

Sus poesías son claras al referirse a su fe. “Agrándame la puerta Padre,/ agrándamela por piedad./ La hiciste para los niños/ y yo he crecido a mi pesar…” Pero sobre todo aquella célebre dedicada al salmo III y que acaba: “Es la sed insaciable y ardiente/ de sólo verdad;/ dame, ¡oh, Dios!, a beber en la fuente/ de tu eternidad./ Méteme, Padre eterno, en tu pecho,/ misterioso hogar./ Dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”. De ella es el epitafio que figura en su sepulcro entrando en el cementerio de Salamanca.

Es muy interesante un recorrido por los epitafios y se encuentra uno con las más curiosas frases. Y en Portugal ni le cuento… “La muerte no es nada. Yo sólo he pasado a la habitación de al lado”. Lean si tienen tiempo estos: “Disculpe que no me levante" (Groucho Marx). “Si queréis los mayores elogios, moríos” (Jardiel Poncela). “Ya decía yo que este médico no valía mucho” (Miguel Mihura). Les pongo estas citas porque la muerte para el cristiano es humanamente triste (también Jesús lloró por su amigo Lázaro), pero espiritualmente sirve para acrecentar la fe y sobre todo la esperanza. Cuantos nos acercaremos a los cementerios en estos días, si tenemos fe, sabemos que vamos allí con la certeza de que nuestras oraciones nunca se pierden. Si el difunto ya está en el cielo esas oraciones revierten en nuestro bien. Ese es el gozo y el consuelo para las personas de fe. Saber que hay un lugar de gozo y alegría al que estamos destinados desde aquella mañana de Pascua en la que “el Sepulcro estaba vacío”.

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