Opinión

¿Serán muchos?

Desde el comienzo del cristianismo siempre preocupó, incluso a los mismos discípulos y apóstoles, el destino final. Hoy celebramos la fiesta de Todos los Santos, y en ella se resalta el gran número de los que se salvan, de los que serán santos y gozarán de la luz de la vida eterna. También es cierto que en los evangelios, el mismo Cristo habla del premio y del castigo y de la puerta estrecha para llegar a la gloria eterna. Baste, en este sentido, leer el Evangelio del juicio final (Mt. 25).
Está muy presente el tema tanto en San Mateo (7,14; 20,16, y 22,14), como en el evangelio de San Lucas (13,22-30) donde le preguntan claramente: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?” Jesús les dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: ‘Señor, ábrenos’, y él os replicará: ‘No sé quiénes sois’. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”.
Con todo, el pasaje del Libro del Apocalipsis que hoy se lee habla de “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar”. De todas las tribus, es decir de todos los pueblos. Esto nos da a los creyentes una gran dosis de optimismo en la creencia de que nuestro destino es la gloria: “Os voy a preparar sitio”, “en la casa de mi Padre hay muchas moradas”, afirma Cristo tras su Resurrección. Y esto es un gran estimulo para la fe. Sí, es la base para el optimismo y la alegría cristiana que nace de una firme esperanza en la Misericordia divina. Todos nosotros somos esos hijos pródigos que sabemos que el Padre está a la puerta esperando nuestro regreso, en el fondo nuestra conversión.
Hoy es el día para meditar en la santidad que los creyentes estamos llamados a buscar siguiendo el refrán castellano: “A Dios rogando y con el mazo dando”. Es esa intransigencia con el mal, la insistencia en el bien y el testimonio que debemos dar en cada momento. La santidad a la que estamos todos llamados se basa en saber combinar el trabajo y la oración. Algo que de forma especial recalcaban los santos ya desde san Benito de Nursia, Columba Marmión, san Francisco de Sales (léase la “Introducción a la vida devota”), santa Teresa de Jesús, Don Bosco y san Josemaría Escrivá, entre muchos. Lo dejó muy bien plasmado Pemán en su célebre poesía: “Ni el rezo estorba al trabajo ni el trabajo estorba al rezo, porque trenzando juncos y mimbres se puede lograr a un tiempo para la tierra un cestillo y un rosario para el Cielo”. 
Han pasado los tiempos en los que se recalcaba de forma especial el infierno y sus características. Cierto que lo hay pero la gran incógnita es si son muchos los allí destinados. Es infinita la Misericordia y es necesario recordar aquello que Santa Teresa escuchó ante el suicidio de un amigo en el Tormes: “No llores, Teresa, porque entre el puente y el río estaba Yo”. Un gran consuelo y también la incógnita que algún día veremos.

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