Opinión

¿Un mes triste?

Pese a las circunstancias actuales de pandemia, nunca estuve de acuerdo con el dicho popular que dice: “Mes de noviembre que triste es, comienza con los Santos y acaba con San Andrés”. De ninguna manera. En el medio está también nuestro patrón San Martín de Tours y hoy el Día de la Iglesia Diocesana. Una llamada a la responsabilidad y colaboración con nuestra fe.

Tal vez por el dicho y por celebrarse el día 2 la conmemoración de los Fieles Difuntos se fue asociando este mes a la tristeza de los cementerios, a las flores típicas de la época y, en definitiva, a un recuerdo que lleva a la tristeza. Y si acaece la tristeza acaso se debe a que la muerte se considera como el fin del camino, olvidando que la vida nunca termina en el sepulcro, se transforma y, al deshacerse nuestra mora terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo, como se recuerda en el prefacio de la misa de difuntos.

Es normal la tristeza humana. También Cristo lloró ante el cadáver de Lázaro. Pero la fe de los creyentes debe llevar a ese consuelo al saber que si Cristo resucitó, también nosotros resucitaremos como recuerda San Pablo a los Corintios. La canción de Cesáreo Gabarain se ha hecho célebre sobre todo en el mundo castrense. Está basada en un texto de San Agustín que una amiga mía ha adaptado así y vendría bien recordarla en este mes:

“La muerte no es nada. Yo sólo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que éramos unos para los otros, lo seguimos siendo. Llamadme por el nombre que me habéis dado siempre. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No lo uséis con un tono diferente. No toméis un aire solemne o triste. Seguid riéndoos de lo que nos hacía reír juntos. Sonreíd, pensad en mí. Que se pronuncie mi nombre como siempre lo ha sido, sin énfasis ninguno, sin rastro de sombra. La vida es lo que es lo que siempre ha sido. El hilo no está cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente, simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero… No estoy lejos, sólo al otro lado del camino. ¿Veis?, todo está bien. Volveréis a encontrar mi corazón. Volveréis a encontrar mi ternura acentuada. Enjugad vuestras lágrimas y no lloréis si me amabais”.

Un logrado resumen para cimentar la fe en la realidad de la muerte para el creyente. El cristiano, ante la muerte, debiera ser capaz de recordar que, citando nuevamente San Pablo a los Corintios, nada sería nuestra fe sin la gozosa mañana de Pascua, sin la Resurrección. Debiéramos asumir en la práctica que el Sepulcro estaba vacío y que son ciertas las palabras de aquel hortelano en aquel momento: “No, María, no. No hay muertos en el sepulcro”. Porque nuestra religión cristiana lo es de vivos y nunca de muertos.

Sólo así los creyentes pueden gozar de la verdadera alegría pascual que, en el fondo, es lo que celebramos cada domingo de manera especial y de ahí la necesidad de participar en ese día en la fiesta por excelencia que es la Eucaristía dominical.

Te puede interesar