Opinión

Las fiestas de Santiago

Un mes de julio sin fiestas de Santiago, pontinamente hablando, no se parecerá en nada a los ochenta y tantos que hemos vivido en esta zona de la capital ourensana. Ni tan siquiera a estos últimos, en las que las fiestas aparecieron por obra y gracia de José Manuel Cabaleiro Ferreiro, en los que salieron a flote cuando ya se daban, en cierto modo, por perdidas. Y es que si las fiestas fueron perdiendo fuelle en estos últimos tiempos, la pandemia del coronavirus se ha empeñado en hacerlas desaparecer de modo evidente. Drástico, total. Esperemos al año que viene.

Los pontinos, por tanto, tomarán nota de este primer julio sin fiestas en la historia. Aquellas fiestas que, los que tenemos más años, recordamos su arranque con el folión del Pino, reminiscencias de la parroquia vieja y que tenía lugar el 24. El día grande, el de Santiago, el 25, con la serie de actos religiosos por la mañana y por la tarde la fiesta del Campo de Santiago, hoy tierras del Tinteiro, con la romería en las orillas del Miño. Eran fiestas del gran comer y del mejor beber, que en este día grande los pontinos recibían a sus invitados, y por si fuera poco la comida del mediodía -“a cañota ben asada” de los primeros tiempos, es decir, cordero “no precisamente lechal”-, con los postres donde marcaba la pauta el brazo de gitana y el arroz con leche y por la tarde la señora de la casa preparaba la merienda que colocaría sobre un mantel junto al río, a base de bistecs rebozados, tortilla y presididos por la empanada, como si el personal no hubiera comido después de la procesión y la misa solemne.

Fiesta que imponía respeto, cansancio de una gente que aún debía sacar fuerzas para bailar aquella especie de danza sin música, porque a cierta distancia por el gentío, ese personal no escuchaba apenas las notas de la banda de música, pero valían para echar “un agarrao” mientras movían el cuerpo uno y otra como si la música sonase allí al lado. 

No es extraño, por tanto, que fueran las fiestas del bicarbonato y las tiritas, cuando los excesos de la mesa no se curaban con “digestinas” o medicamentos al uso; el baile que suponía que al día siguiente hubiera que acudir también a la farmacia por “tiritas”, consecuencia de haber estrenado calzado el día anterior y aquellos zapatos de antes que… “lastimaban más que unos zapatos nuevos”, se decía. 

Venía después ese día de Santa Ana, el 26, en el que se habían marchado los invitados y de la enorme cantidad de comida sobrante habían de dar cuenta los de casa. Pero era ya el “relax” festivo. Se despedían las fiestas.

Te puede interesar