Opinión

La linterna de Manolito

La pasada semana os contaba, más o menos, las modestas diversiones veraniegas de los niños de los años cuarenta que, a base de mucha imaginación y siempre fáciles de conformar, daban mucho de sí. En la ciudad, sin problemas, pero los que nos íbamos un mes o dos a los pueblos, a las aldeas, ya que era muy sano cambiar de aires, otra cosa. Eso sí, nunca nos aburríamos. Baños en riachuelos para refrescar, sin trajes de baño por supuesto; por eso los mayores, siempre castos y prudentes, entraban y salían del agua con una mano tapando lo que colgaba de la entrepierna…

Os decía la pasada semana que en los pueblos no había luz eléctrica. Había candiles. Pero para circular por los caminos, de noche, llenos de pedruscos, había que andar con cuidado. Mi padre me había facilitado una linterna, cargada con una pila, que era la mar de práctica para las andanzas nocturnas y por eso mis primos iban felices a mi lado. “Prende a linterna Manolito”, me decían y yo: “Hay que ahorrar pila”.

Una noche había espectáculo, titiriteros ambulantes, en un local . Y allá fuimos. El programa dio poco de sí, pero el acordeonista dijo que, para alargar la sesión, empezaba el baile. Y los mozos y las mozas se pusieron manos a la obra. Apenas había espacio. Chocaban unos con otros. Risas, bromas… aquello, paso a paso, degeneraba. El local estaba iluminado con tres candiles de carburo, que alumbraban mucho más que los de petróleo. Pero de pronto, en plena sesión, ¡zas! Los tres candiles se apagaron. Menudo alboroto. Todos y todas mezclados. Y en un momento ¡la que se armó! Mezclados risas, chillidos, carcajadas, gritos en un instante. Impresionante alboroto, todo a oscuras… hasta que alguien me recomendó: “Manolito, prende a linterna!”. Y yo, inocente, aporté luz. ¡La que se armó! Juntos, revueltos, hasta por el suelo, ¡ay,ay!, “manos dentro de las áreas, penalti claro”… y una potente voz a mi lado que casi me deja sordo: “Rapás, apaga esa luz que a tragas, nai que te paríu!”

No sé en que acabó la cosa. Salimos como pudimos, a oscuras, por supuesto y milagrosamente, cuando estábamos fuera, aún apretaba con fuerza la dichosa linterna en la mano. Camino de casa se me fue pasando el susto. Al día siguiente lo recordaba, pero no quería hacerlo, no lo nombraba. Menuda experiencia.

Se acabaron las vacaciones. Volví al Puente. Empezaron las clases. Dejaba las monjas y debutaba en Salesianos. Un día, un salesiano explicaba en clase de Religión, los desatinos, el escándalo que existía en unos lugares malditos llamados “Sodoma y Gomorra”. El pecado y la lujuria imperaban y les castigaría duramente el Cielo. Y a mí se vino a la memoria que aquello debía de ser algo así como el baile nocturno, los candiles apagados, el fenomenal alboroto, mi linterna, la salida por piernas, el follón de aquella noche tan especial vivida en la aldea en el verano del 44… 

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