Opinión

Asesinos natos

Lo contaba, una vez más, Pedro Simón en El Mundo, servidor conocía su historia. 

Recuerdo su respiración, sus jadeos pautados, sus carraspeos crónicos en aquellos a quienes les falta el aire. De pequeña estatura, rechoncho y un bigotillo que le ocupaba todo el labio superior, de esos que tildaban de mostachos franquistas. Sus dedos siempre amarillentos cargados de nicotina casi líquida; una especie de pátina que cubría pulgar, índice y corazón. Los mismos dedos que utilizaba para sellar las quinielas de fútbol; entonces una espiece de pliego que para ser efectivo tenía que llevar un sello timbre. Aquel ser inmenso rodeado de cartones de Ducados, Fortuna y Celtas, golpeaba sobre la mesa de madera; un golpe seco y un corte de tijera. ¡Ahí lo tienes!, decía. Aquel golpe era la confirmación de que el boleto viajaba hacia el olimpo, cuestión de suerte. 

Eibar, año 1980. Aquel estanco en los bajos de una urbanización obrera ganada a la loma era un lugar pelín siniestro, quizá tanto como el individuo, no lo sé, pero uno soñaba con la quiniela de fútbol, las otras loterías llegarían más tarde, y aquella cita era el salvoconducto, eso, y dejar que golpeara con  firmeza la mesa. Una vez tocó una de 13, pero eso sería al año siguiente, ya en bachiller, y él ya estaría criando malvas. 

ETA en los 80, sobre todo en Euskadi, era como una suerte de medusa sombría que se agazapaba a la vuelta de la esquina; aunque lo que más se percibía eran las metralletas de la policía después de un atentado. Estaba representada en las paredes, sobre todo en la más mugrientas de las fábricas y talleres, entonces muchas.

Una mañana de octubre, al bajar las  escaleras del barrio camino del colegio, percibí algo extraño, un revuelo de sombras alrededor del estanco. Casi no era de día pero en el suelo había una sábana que a duras penas cubría el cuerpo de aquel señor, se llamaba Carlos García Fernández, 55 años. Antes le habían quemado su coche varias veces, también el estanco. “Lo siento por tu madre y por ti; no por tu padre”. A Aurora García, la hija, le costaría más de 30 años sincerarse en público. 

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