Opinión

Despertar en la orilla

Las redes sociales son muy sensibles a ciertas imágenes, en realidad todos somos muy sensibles, de boquilla. La que tengo en mente, seguro que muchos de ustedes también, es la de Laith Majid, un inmigrante sirio que en compañia de sus dos hijos, una de ellas de un año, aparece llorando pleno de desconsuelo después de llegar a la playa de Kos, una de las islas griegas. En la lancha neumática, apta para no más de cuatro personas, viajaba junto a su mujer y ocho individuos más. La familia vivía con normalidad -la mujer era profesora de inglés-, con sus problemas como todos, hasta que un país como Siria, de patrimonio histórico y cultural inconmensurable, se dio de bruces contra un destino aciago; primero una guerra fraticida, después tomada por los guerrilleros apocalípticos del Estado Islámico. Estos hombres a la desesperada en busca de una realidad digna y no a golpe de Kalashnikov, son seres indignos para sus conciudadanos, por huir cobardemente y no sumarse a la causa. Imágenes muy duras, con sus niños abrazados en un desconsuelo insoportable, a la espera, tratando de sobrepasar fronteras como la de Macedonia, a golpe de antidisturbios y fronteras de alambres afilados. Son exiliados de guerra que luchan por sus vidas y no tienen miedo a nada, porque lo han perdido todo. “Quien nada tiene, nada teme”, me comentaba el otro día un ciudadano de origen senegalés. La historia, como todas merece una reflexión, y Europa, como siempre a la espera de no se sabe qué. Por salvar la vida, en esta primera etapa, les esperan muchas otras para llegar hasta Alemania, o a un país de la órbita del norte, esta familia había pagado 8000 dólares. 

Siria, Kuwait, Afganistán, Irak, Irán; alguien deberá dar respuestas al porqué de tanto odio.

De Siria, y antiguo residente en Algeciras, venía también Ayoud El Kahzzani, quien armado con un Kalashnikov, pretendía hacer una masacre en un tren que viajaba a París. Islamista radical, dicen, como tratando de justificar.

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