Opinión

¿Me dice la hora?

La vida es un precipicio a la inversa. Primero, la infancia, territorio feliz que te arropa sin preguntas. Luego, juventud, rebeldía y de descubrimiento, sin otro protagonismo que no fuera el tuyo; todo es esperanza y a la vez deseo, como si vivir fuera eso, un goce permanente. 

Nada más difícil para una sociedad que controlar a sus jóvenes rebeldes, en mente el sobrevalorado mayo del 68, una entente burguesa de juventud por hacerse un lugar en la historia; o la del 15-M, con miles de jóvenes cruzados por el desencanto y el futuro incierto.

Rebeldes -decían- y sin futuro fueron los punks, que se ganaron la calle a base de soflamas y estética agreste; la música la aprendieron por el camino en ejercicio de exorcismo acelerado. Hoy todos aquellos himnos resuenan a nostalgia del momento.

Pero a la juventud rebelde también se le distrae de muchas maneras. Con la educación de lado y el regusto por lo aparente, parte del camino estará hecho. En los 80 las drogas fueron el argumento perfecto, el atolladero infalible donde miles de padres indefensos vieron caer a sus hijos sin remedio. Buscaban su paquete de rebeldía como los conquistadores el dorado americano, sin otra piel que no fuera la suya propia. Faltaba información y sobraba escenario, y así se escribió el más ingenuo de los relatos. Si tantas veces se evoca a las hemerotecas para recordar episodios, triste decir que de todos aquellos jóvenes muertos apenas resta una esquela. Murieron víctimas de su propia rebeldía. 

“Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario”, apuntaba Schopenhauer, Y -diría uno- la suerte de contarlo. Tener años -edad adulta- tiene sus ventajas, adquieres cierta pespectiva y mucho peligro de nostalgia. La primera vez que te tratan de usted sientes cabreo; las siguientes, también. A veces te gustaría detener el tiempo, recuperar momentos, personas que te dieron vida. Pero por ese precipicio invertido los ves pasar, alguno mira el reloj, y te da la mano.

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