Opinión

Adrenocromo

Suena un ritmo endemoniado y primitivo que sincroniza la pasión criminal de los presentes. Los dueños malvados de los imperios empresariales “globalistas”, que nos obligarán a comer insectos, ocupan los lugares destacados, pero junto a ellos están los famosos más conocidos de Hollywood y los políticos “progres” que nos meten chips de control y sustancias generadoras de impotencia a través de sus maléficos planes de vacunación, para eliminar la testosterona del mundo y para reducir la población blanca y sustituirla por razas más oscuras. La luz es tenue. En el suelo, algún pentáculo con una cabra dibujada. Alrededor, un círculo de velas negras llameando. La misa negra está en su apogeo cuando se abren las puertas y entran los esbirros que llevan a unos niños y niñas moribundos, torturados y violados durante horas por todos los presentes, que se han ido turnando. Los colocan en el centro, los sujetan con correas y cuidadosamente les rajan evitando que mueran. Tienen que estar vivos y aterrorizados, sufriendo lo indecible, para que sus glándulas generen suficiente adrenocromo. Y ordenadamente, los participantes en el rito, tras prácticar entre ellos mucho sexo desenfrenado, sobre todo homosexual, se van turnando para libar el ansiado elixir, esa sangre bien cargada de adrenalina, que ha de consumirse mientras los niños están vivos todavía. Al término de la sesión, estos dioses impíos del Olimpo postmoderno y liberal se visten y se largan en sus aviones privados, sabiendo que han prolongado sus vidas con la sustancia mágica y han marcado una vez más su impune y satánico poder sobre el mundo entero, que controlan ellos sin lugar a dudas. Pero, claro, enseguida suena el despertador y todo había sido una pesadilla, producto de leer las demenciales estupideces de QAnon, que ocupan en la sociedad global y digital de nuestro tiempo el papel que antes correspondió a los Protocolos de los Sabios de Sion. De aquella conspiranoia, muy extendida a principios del siglo XX, pronto surgiría la revista protonazi Ostara, con sus teorías sobre el exterminio de personas rubias. De QAnon, ¿qué surgirá? Pueden surgir tarados como el llamado Chamán de QAnon, sí, aquel de los cuernos que se apuntó a la excursión trumpista al Capitolio y terminó condenado a tres años. Pueden surgir versiones lights, moderadas en las formas, del Plan Kalergi o de cualquier otra locura, y hasta contarlas en los parlamentos ciertos diputados aparentemente normales, como la voxista almeriense Rocío de Meer. Pueden surgir empresas de “testicle tanning” que venden unos aparatitos destinados a aumentar los niveles de testosterona en la humanidad. Pero lo peor que está surgiendo de todo esto es una sociedad donde, para afirmar algo casi imposible, ya no se requieren pruebas porque el valor de un dato depende tan sólo de si quien lo expresa es amigo o enemigo.

Al grito silencioso de “quiero creer”, las masas simples de nuestra época, huérfanas de las certidumbres religiosas de antaño, se apuntan a lo que sea. Lo saben bien los expertos en manipulación de masas, incluidos los del régimen ruso. Grandes contingentes de la población occidental están frustrados, insatisfechos y hastiados, y quieren certezas fáciles, mesías paternales y la dosis cotidiana de endorfinas que les produce saberse miembros de un movimiento trascendente. Les llena creerse conocedores de verdades ocultas al ciudadano común. “Yo sé más que tú, yo consumo la información que los medios del sistema te esconden”. Esta es la sociedad-secta, la que en una convención política trumpista (Dallas, este verano) montó una celda con un preso en mono naranja que iba confesando a los participantes mientras desde fuera de los barrotes se rezaba a voz en grito suplicando la salvación del país a manos de un Trump casi deificado. Un movimiento así, desde el poder absoluto, generará una especie de Corea del Norte, país donde hay que tener cuidado hasta con lo que se piensa, porque el presidente eterno Kim Il-sung escucha desde el más allá los pensamientos de todos.

Siempre ha habido gente propensa a caer en las más extravagante teorías de la conspiración, y siempre ha habido embusteros que las idean y las propagan, por ganancia personal o por puro deporte. Siempre ha habido, también, quienes han aprovechado esas teorías políticamente. Pero el grado actual de conspiracionismo embebido en esta derecha identitaria y populista sobrepasa con creces las líneas rojas del debate político. Esto ya es muy preocupante. No es normal que haya literalmente millones de ciudadanos de la primera potencia económica y militar del mundo que crean que sus actores, empresarios y políticos son todos ellos unos criminales que torturan niños para beberles el adrenocromo mientras mueren. Hace falta una reflexión profunda sobre el papel de la verdad y la fantasía en la sociedad desarrollada digital, sobre las nuevas fronteras de la manipulación y sobre el rol de los medios de comunicación, de las plataformas digitales y de la clase política en el mantenimiento de un marco básico de realidad, de información y de cordura.

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