Opinión

Andalucía, Francia, Colombia

El domingo pasado hubo tres elecciones que nos afectan de distintas maneras y en grados diversos. En todas ellas, la pugna ya no es tanto entre la izquierda y la derecha convencionales, sino entre la normalidad política circunscrita a los parámetros de la democracia liberal y la anormalidad populista que busca, desde el maximalismo de uno u otro color, sustituirla por un régímen político diferente. Empecemos por Colombia, donde se ha confirmado que nadie escarmienta en cabeza ajena. De nada les han servido a los votantes colombianos contemplar los horrores sufridos por la vecina dictadura venezolana. Tampoco ha hecho mella en ellos la llegada constante de millones de venezolanos que cruzan el río con lo puesto para escapar del paraíso socialista. Los colombianos han hecho presidente a un ex guerrillero que, digan lo que digan quienes hoy le apoyan, irá dando pasos a buen ritmo para hacer lo mismo que todos los dirigentes populistas del subcontinente latinoamericano: cambiar el marco jurídico-constitucional para perpetuarse en el poder (a sí mismo o, cuando menos, a un nuevo régimen desviado del existente). Parece hacerse cierto que en América Latina cada simple elección es un plebiscito sobre el sistema político entero, en lugar de una simple alternancia entre partidos. La llegada de Gustavo Petro al poder es un desastre sin paliativos. La extrema izquierda del Foro de Sao Paulo suma un país más, y no precisamente pequeño ni irrelevante. Junto a la deriva constituyente chilena y la acelerada pérdida de institucionalidad liberal que se observa en los dos gigantes hispanos, Argentina y México, la caída de Colombia puede marcar un punto de inflexión nefasto. En los próximos meses, el regreso de Lula al poder en Brasil certificaría la emersión de un bloque bolivariano que condenaría a toda la región a disfrutar de las maravillas chavistas en cuanto a prosperidad y derechos humanos y civiles. Es, parafraseando precisamente a un colombiano de izquierdas, la crónica de una muerte anunciada: la de la libertad en América Latina. Pero, ¿de quién es la culpa? En política uno no gana si otro no pierde. En Colombia ha perdido la derecha normal, que no llegó ni a la segunda vuelta. Y esa misma derecha está perdiendo en toda la región porque se ha echado al monte ideológico del extremismo, sobre todo religioso y moralista. Porque no ha sabido ser liberal o se ha aburrido de serlo y prefiere ahora el conservadurismo más rancio y tradicionalista. Ese inmenso error se traduce en la pérdida total de la centralidad política. Así, regalado el centro a los izquierdistas, asustado el elector moderado por esta “nueva” derecha populista que amenaza con grandes retrocesos en libertades personales, los chavistas amplían su base y terminan por hacerse con el poder. El error estratégico de la derecha latinoamericana es inmenso, y lo comete una y otra vez perdiendo país tras país. No se puede combatir a un populismo con otro, sino con propuestas técnicamente solventes, con una defensa cerrada del sistema político y de la seguridad jurídica, con alternativas liberal-capitalistas contra la pobreza, con moderación y templanza frente a los mesías de saldo que promueve la izquierda. En vez de eso, la derecha ha parido sus propios mesías, igualmente de saldo, y se ha lanzado al populismo más ridículo, crucifijo en mano. 

La segunda elección del pasado domingo fue la de Francia. El 41% cosechado por la extrema derecha en las presidenciales se ha traducido en unos noventa escaños. Esa quinta columna de la vieja Francia de Vichy en la Quinta República debe preocuparnos, y mucho, a todos los europeos. Alemania conjuró ese peligro en septiembre, pero ahora ha rebrotado en el país vecino. Urge remachar el cordón sanitario francés y el continental, España incluida. Macron debe recoser los puntos de encuentro de su alianza con el centroderecha civilizado de los Republicanos. Y sobre todo, evitar todo riesgo de acceso de los de Le Pen al poder ejecutivo, incluso a niveles territoriales menores, porque por ahí se empieza y si Francia llegara a convertirse dentro de unos años en una nueva Hungría, Europa estaría acabada y al borde del totalitarismo.

Y por último tenemos Andalucía, donde los dos populismos juntos suman mucho menos que a nivel nacional. Hay que agradecer a Macarena Olona haberle puesto techo a Vox, con sus vestidos de feria y su identitarismo casposo. Lo de Andalucía huele a reversión de tendencia de la extrema derecha española, que se había radicalizado tanto que ha asustado a los electores. Decenas de miles de votantes socialistas han cambiado su voto para frenar a Vox. Pero en general los andaluces han votado con sentido común, premiando a Moreno y sobre todo a Juan Bravo, el consejero estrella que les ha bajado los impuestos. No me gustan las mayorías absolutas, pero a falta de una posible coalición entre partidos normales, es un alivio que Vox se haya quedado en el papel que ha de corresponder al nacional-populismo: la total y absoluta irrelevancia de sus catorce escaños. 

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