Opinión

Atentado en Moscú

En una guerra todo es terrible, y terrible fue el atentado que acabó con la vida de Darya Dugina el sábado por la noche, a las afueras de Moscú. La asesinada era hija del filósofo Aleksandr Dugin el principal ideológo del Kremlin, autor de la llamada Cuarta Teoría Política y fundador hace años del movimiento nacional-bolchevique. La propia Darya, seguidora incondicional de sus ideas, incurría con frecuencia, en sus numerosas actividades públicas, en un grado similar de exaltación imperialista. A Dugin padre se le ha comparado con Jörg Lanz von Liebenfels, uno de los precursores del constructo ideológico nacionalsocialista que después depuraría y complementaría toda una serie de seguidores hasta culminar en Heinrich Himmler. Darya Dugina se había referido en numerosas ocasiones a la misión histórica de Rusia: volver a ser superpotencia y, esta vez, ganar a Occidente en la carrera por el poder global. Para ello, Rusia debe lograr una hegemonía incuestionable en toda su zona “natural” de influencia: los sufridos vecinos de la región llamada por su padre “Eurasia”, exactamente el mismo nombre y concepto que manejaron, antes que él, los nacionalsocialistas alemanes.

La realidad es que todos esos países, tan pronto como pudieron zafarse del control de Moscú, lo hicieron. De las repúblicas de la Unión Soviética, ni siquiera una quiso unirse a Rusia a primeros de los noventa. Sólo Bielorrusia, controlada férreamente por un títere del Kremlin, aceptó después una suerte de asociación política con Moscú, pero sin renunciar a su condición de Estado soberano. La fantasmagórica Comunidad de Estados Independientes es hoy una triste alianza vacía, compuesta por regímenes dictatoriales. El establishment ruso lamenta, como el propio Putin, el desmembramiento de la URSS. No lo hace porque crea que aquella estructura era mejor para todos los integrantes, sino porque piensa que era mejor para que Rusia tuviera un imperio del cual beneficiarse. Ese tipo de nacionalismo no se para a analizar las consecuencias para las sociedades sometidas, que no cuentan, y sólo desea satisfacer su obsesión geopolítica. Para Aleksandr Dugin y para su difunta hija Darya, fue “ilegal” la firma que hubo de estampar Mikhail Gorbachov al aceptar la disolución de la URSS, y Rusia tiene el derecho e incluso el deber sagrado de reconquistar todo ese espacio para estar tranquila en su “hinterland”, rodeada de países bajo su control que le sirvan como colchón militar y como colonias extractivas, y también como trampolín hacia la recuperación de su perdido estatus global. Para esa visión ultranacionalista de Rusia, no hay medias tintas. Los países que se avengan a sumarse al imperio en recomposición serán bienvenidos, y los que no lo hagan, sobre todo si son eslavos, serán tenidos por traidores a la sangre, al origen etnocultural común, y serán combatidos. Y lo más habitual será denominarles “nazis”. Desde la invasión de Ucrania, ese es el epíteto más frecuentemente empleado por los medios de propaganda rusos, no sólo contra los ucranianos, sino contra polacos, bálticos, finlandeses y, prácticamente, contra todo el mundo libre (en comparación) de raíz occidental. Darya Dugina solía llamar “subhumanos” a los ucranianos y alentaba la conquista total del país vecino para sojuzgar a sus habitantes.

Es, por supuesto, trágico y lamentable que haya perdido la vida. La libertad de Rusia y del mundo necesita que desaparezcan las ideas de los Dugin, no ellos físicamente. Ahora que, puestos a lamentar, personalmente lamento mucho más la cifra escalofriante de mil niños muertos a manos de la Rusia de Putin y Dugin en estos seis meses de atroz guerra de exterminio y de destrucción deliberada y sistemática. La media esvástica putiniana, esa zeta que enarbola el régimen en su genocidio, simboliza toda la vesania de una sociedad que no tuvo su Ilustración, su liberalismo clásico, su democracia formal, sino que pasó directamente de la monarquía absoluta al estalinismo. Y de ambos se nutre el nacionalbolchevismo de los Dugin, que luego se destila como ideario del régimen.

El atentado en plena capital del país agresor, obviamente dirigido al padre y no a la hija, es un cambio de paradigma en esta contienda. Pueden haber entrado en acción por fin las fuerzas rusas de oposición real, como afirma el exdiputado Ilya Ponomarev, exiliado por ser el único parlamentario que votó en la Duma contra la anexión de Crimea. O pueden haber logrado los servicios secretos ucranianos realizar operaciones especiales en suelo enemigo. Hasta podría ser una operación de falsa bandera, porque con Putin todo es posible. En todo caso, la novedad es significativa al confirmar la cada vez más intensa tendencia a las acciones dentro de Rusia conectadas con la guerra. Muchas voces han señalado la injusticia de que la contienda se circunscriba al territorio ucraniano, y la necesidad de que los rusos vean de cerca la tragedia para que, quizá, se alcen por fin contra el tirano. Es posible que este horrible asesinato haya marcado un punto de inflexión en cuanto al terreno de operaciones.

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